El pasado domingo fui a visitar a Fernando. Está cumpliendo condena y contrición en un centro penitenciario por el atraco a una farmacia en pleno brote psicótico no controlado.

Sus padres no paraban de insistirme para que lo fuera a ver. Su hijo Fernando siempre les pregunta por sus amigos a sabiendas de que ninguno de ellos se pasará por el penal para conversar con él, aunque fuera utilizando un diálogo repleto de palabras huecas. Es tanta su ilusión que simplemente la compañía de alguien que no fuera de su familia, era más importante que la temática de la conversación.

Quedé a las nueve de la mañana del domingo en el portal de mi domicilio. Puntual a la cita, la puerta de un monovolumen se abrió ante mí, al tiempo que se oían unas voces alegres que exclamaban: «Sube, sube que aún nos queda un buen rato de viaje».

SE TRATABA de los padres y hermanos pequeños de Fernando que celebraban que por fin me hubiera decidido y me apuraban a que me subiera al vehículo, no fuera a ser que me arrepintiera, como había sucedido más de una vez en el momento en el que se disponían a recoger a amigos que habían confirmado la cita.

Ocupé la última fila de asientos detrás de los hermanos. Sujetaba con fuerza un cartón de tabaco de batea que a buen seguro haría las delicias adictivas de mi amigo, devolviéndome el gesto con un sentido abrazo. A decir verdad, la ocurrencia de hacerle entrega de un presente no era más que una asquerosa disculpa para limpiar mi conciencia.

Fernando tenía la pesada costumbre de mandarme demasiados mensajes de texto. Recuerdo que una vez, llegue a contar hasta 50 misivas y 20 notas de voz que me había mandado durante el transcurso de la noche anterior. Terminaba poniendo en silencio el dispositivo para no escuchar los tonos de aviso que, pasado un rato, me provocaban una molestia mayúscula. Era insoportable.

Siempre que pasaba por delante de mi portal, sea la hora que fuese, procedía con mala educación a reclamar mi presencia pulsando de manera insistente las teclas del portero automático.

LAS PRIMERAS VECES no me importaba, pero llegó el momento en el que me hizo perder los nervios y le prohibí que se comunicara conmigo, expresándole que ya estaba harto de que me molestara para contarme tonterías, que ya era lo bastante mayor para buscarse la vida. Noté en su expresión facial que se derrumbaba mentalmente, y se alejó de mí sin mediar palabra a mi rapapolvo.

Ahora, mientras me dirijo al centro penitenciario, me asalta el arrepentimiento. Seguramente me llamaba porque no tenía nadie con quien hablar y necesitaba estar acompañado para evadirse de sus pensamientos.

Durante el recorrido la madre de Fernando se culpabilizaba de la fatídica situación de su hijo. Era incapaz de detener sus lágrimas, de bajar el volumen de sus llantos mientras insistía en flagelarse, en echarse la culpa por lo sucedido.

Al parecer, el detonante del delito fue un brik de vino blanco para cocinar. La madre de Fernando es una excelente cocinera que acostumbra a sazonar sus mejores platos con un riego de vino que le da al menú un sabor apetitoso. La bebida nunca acabó en la cazuela. Un descuido y una mala tentación se tradujeron en una ingesta que vaticinaba riesgos inminentes.

FERNANDO es un alcohólico confeso, a poco que paladee un sorbo de alcohol cae de inmediato en un episodio de intoxicación etílica. Su adicción unida a un problema mental le convierte en el candidato perfecto de la patología dual, y carne de cañón para sufrir brotes psicóticos.

Ya hemos llegado. Nos dirigimos a la sala de acceso y, muy a mi pesar, tengo que dejar el cartón de tabaco en consigna. Ellos se encargarían de entregárselo, me aseguran los responsables del almacén.

El siguiente paso del protocolo de seguridad consiste en ser retratados con una foto tipo carnet. Los nervios surgen ante mí en forma de gotas de sudor que me resbalan por la cara. En esos momentos siempre he necesitado dar la nota, hacer algo extravagante capaz de acicalar mi congoja.

EN EL INSTANTE en el que se dispara el flash de la cámara fotográfica conectada con el ordenador, adopté una pose de modelo, ladeando ligeramente la cabeza hacia un lado, arqueando la ceja izquierda y sujetándome la barbilla con la mano derecha.

El funcionario apartó inmediatamente su mirada del objetivo, haciendo un gesto de desaprobación no verbal, moviendo su cabeza como diciendo la palabra «no» en silencio.

SU RABIA crecía exponencialmente cuando empezó a darse cuenta de las risotadas con efecto dominó que mi bufonada causó entre las personas que también esperaban a ser retratadas.

Una vez pasados todos los controles, noté la cara más seca. Me limitaba a seguir a la familia de Fernando, que transitaban por un pasillo alumbrado por unas bombillas que parecían estar limpiadas con agua de café.

En la última puerta de la galería nos estaba esperando Fernando. Me hubiera gustado haberle dado un abrazo y el tabaco nada más verlo, pero no fue posible. Nos separaba una luna de cristal atravesada por un cordón telefónico de color gris y forma de espiral, con dos auriculares. Uno a cada lado del panel de vidrio.

CON SOLO un auricular para todos los que visitábamos a Fernando, apenas pudimos cruzar un par de frases.

Lejos de preocuparme el reparto de tiempo entre todos para comunicarnos con Fernando, me tranquilizaba. No sabría qué decir, por lo que me limitaba a echarme unas risas que él recogía y continuaba desde el otro lado de la cristalera.

La siguiente vez que vi a Fernando me consternó sobremanera. Lo divisé a través de la ventanilla del autobús urbano.

Estaba caminando en fila india como los barrotes de una cárcel junto a otros usuarios de una asociación que le había recomendado el asistente social de prisiones, a petición del juzgado como condición sine qua non para disfrutar del cumplimiento de la condena en régimen abierto.

AÚN LLEVO escrito en mi alma el paseo de Fernando. Las cárcel solo debería abrir sus puertas de par en par únicamente para aquellas personas que hacen las cosas adrede, pensaba, al tiempo que le veía arrastrar los pies.

*Asociación de familiares para los derechos del enfermo mental (Afdem)