Estamos en Carnaval y se acerca San Valentín. Nuestros correos electrónicos rebosan de ofertas no solicitadas tan insondables como espantosas. Disfraces y corazones nos van a colorear el paisaje durante unos días mientras los políticos lanzan flechas y no necesariamente del amor destinadas a seducir a sus rivales en partidos oponentes, sino a colegas de escaño y de comité federal que quieren derribarlos, véase por ejemplo a Pedro Sánchez (qué miedo y qué nervios debió pasar el sábado entre sus compañeros). Los que somos padres y madres estaremos atareados estos días preparando máscaras y caretas para nuestros niños, pero algunos nos acordamos todavía de una infancia en que disfrazarse estaba prohibido y a la calle se salía como se era, sin guasa ni disimulo por orden gubernamental.

Cuando crecíamos en la dictadura franquista las cosas parecían más claras: si tus padres eran militantes de izquierdas sabías quiénes eran los buenos y quiénes los opresores. Hoy cuesta más distinguir la verdad del fingimiento y la democracia exige a los ciudadanos, entre otras cosas, responsabilidad y voluntad de estar informado para decidir bien. Me resulta una salida demasiado fácil y simplista echar la culpa de nuestros conflictos y dificultades a esa entidad abstracta, ese conglomerado de defectos y faltas que llamamos “los políticos”. Políticos potencialmente podríamos ser todos. No vienen en naves espaciales de Marte, salen de los mismos lugares o parecidos que los demás.

Sin embargo existen otros ámbitos que escapan a nuestro escrutinio, donde no sabemos si se ponen disfraces o se los quitan y son las escuelas de negocios, un fenómeno muy español del que se habla poco y menos de forma crítica. Allí se forman quienes pasan a tomar las decisiones económicas en entidades financieras, grandes empresas y otros organismos para influir en la realidad más que los políticos. Esos sí que son lobos disfrazados de respetables corderos y más que flechas lanzan silenciosos hachazos. H