Francisco Franco, el dictador que sometió al país durante 40 años a un régimen ignominioso, liberticida desde el primer al último día, ya no descansa en el Valle de los Caídos, el faraónico mausoleo que edificaron miles de presos políticos y comunes para honrar a las víctimas del bando vencedor de la guerra civil y en última instancia para homenajear al llamado «Caudillo de España por la gracia de Dios». Los restos están ya en el cementerio de Mingorrubio, en un lugar más adecuado, que no tiene las características de bien público, aunque el panteón haya sido sufragado por el Estado.

Acaban así 44 años de «anomalía democrática» y de «afrenta moral», como los describió con acierto Pedro Sánchez en una declaración institucional. A las palabras del presidente en funciones no se les puede reprochar nada, aunque toda la oposición, incluido Pablo Iglesias, ha aprovechado la ocasión para acusarle de «electoralismo», a dos semanas de las elecciones del 10 de noviembre. Acusaciones sin base porque si la exhumación se ha retrasado respecto de los planes del Gobierno ha sido por el persistente obstruccionismo de la familia del dictador. Rechazados todos los recursos judiciales posteriores a la autorización del Tribunal Supremo tomada por unanimidad, de la que han pasado casi dos meses, y vencida la oposición del prior del monasterio, el traslado de los restos se ha ejecutado con discreción y respetando la intimidad de unos familiares que, aunque estuvieran en su derecho, no han cesado de obstaculizar decisiones democráticas de los tres poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Si la exhumación se ha convertido en «un circo mediático», como ha denunciado la familia, ha sido más bien por sus peticiones extemporáneas y por la protesta de un puñado de franquistas irredentos encabezados por el golpista Antonio Tejero.

Lo único lamentable de la exhumación es que no se hubiera producido muchos años antes. Se ha hecho 44 años después de la muerte del dictador, 12 años después de aprobarse la ley de memoria histórica y un año después de la validación en el Congreso del decreto que permitía el traslado, una votación en la que PP y Ciudadanos se abstuvieron, que, en casos como estos, equivale prácticamente a un voto en contra. La tibieza de la derecha y el deseo posterior a la Transición de no remover el pasado, incluso con gobiernos socialistas, tienen gran responsabilidad en este retraso.

La exhumación cierra el mayor fleco pendiente de la Transición, pero aún quedan cosas por hacer para que la reconciliación sea completa. Una de ellas es el destino del Valle de los Caídos, donde reposan ahora 33.000 cadáveres de los dos bandos. Como proponen algunos historiadores, debería convertirse en un lugar de memoria a la manera de Auschwitz y otros campos nazis. Otra cuestión pendiente es la reanudación, con dinero público, de las excavaciones de fosas de la guerra civil, paralizadas durante la etapa de gobierno de Mariano Rajoy. Pedro Sánchez prometió que impulsará los trabajos, una decisión que servirá para hacer justicia y recuperar la dignidad.