Planifico un agradable día de playa. Libro, toalla, sombrilla, pareo… Elijo sitio, extiendo la toalla, abro el libro y comienza la fiesta. El destino ha querido que caiga justo en el centro de un triángulo en cuyos vértices se sitúan tres parejas. Son de edades, razas, procedencias y estratos socioculturales distintos pero tienen algo en común: no se soportan.

La que queda en línea recta desde mis pies es la más joven. Alrededor de treinta años. Se hacen selfis, se ríen a mucho volumen, miran el móvil, van y vienen de las olas. Hasta que ella le sugiere a él que se dé crema. Él se niega en redondo. La discusión sube de tono, pasa de la crema a la familia, y él termina por soltar que la madre de ella le da asco.

La pareja de mediana edad, a mi derecha, se ignoran. Cada uno está a lo suyo, en silencio. Ella hace sudokus. Él mira el móvil. De pronto él sugiere ir al chiringuito por una bebida. Ella quiere una coca-cola. Sin hielo, remarca. Él regresa al rato quejándose de que llevaba poco dinero. Ella le echa la culpa y le pregunta que dónde están los 50 euros que le dio ayer. Él la acusa de controladora. Ella se defiende a gritos: «¿Controladora, yo?». Emergen los trapos sucios. Además, dice ella, que el novio no se entera de nada: le ha traído la coca-cola con hielo.

La tercera pareja debe de haber superado con creces los 70. Se hablan para gruñirse. Demuestran tal falta de cariño, tal tedio, incluso tal repugnancia el uno por el otro, que dan ganas de levantarse a decirles que están terminando con la fe de los presentes en el amor durable.

Tal vez ninguno sepa que septiembre es cuando más parejas se divorcian. El verano es la estación de las discusiones, un tiempo ideal para ver que no soportamos al otro.

*Escritora