En mi casa se produce un silencio absoluto cada vez que en las noticias se habla de la vuelta al cole. Mis tres adolescentes, en distintas etapas de su educación, fruncen el ceño. Yo con ellos. Todos escuchamos atentamente, a ver si entendemos qué habrá que hacer cuando, dentro de días, comience de nuevo el curso.

Con mascarilla, en grupos reducidos, presencial, semipresencial, desde casa, con entradas y salidas escalonadas, con más profesores, menos alumnos, menos asignaturas, pruebas obligatorias o protocolos de seguridad que pueden mandarlos a todos a casa en cualquier momento.

Las normas cambian a cada rato, lo mismo que cambia la situación, y mis tres adolescentes rebufan, impotentes. Nunca habían valorado tanto la normalidad de otros cursos. Los horarios que tanto odiaban, las largas clases ineludibles, los trimestres sin fin. Tanta excepcionalidad les ha hecho apreciar lo ordinario. En este sentido la pandemia ha dictado una lección monumental, que no olvidarán.

Comparto su impotencia al pensar que tal vez tendrán que renunciar a mucho. Les prometo compensaciones futuras y familiares pero, claro, no es lo mismo. El mundo, nuestro mundo, se ha reducido de pronto a un: nosotros contra lo que no sabemos.

De modo que así están las cosas: si en el curso anterior nos graduamos en valoración de lo normal y corriente, en este próximo nos doctoraremos (todos: padres, alumnos, docentes) en gestión de la incertidumbre. Mucha suerte a todos. H

*Escritora