Toca otra vez viejo perdedor, haces que me sienta bien». Me gustaría poder citar a Ana Belén cada sábado mientras escucho a mi vecino del bloque izquierdo, que nos regala un concierto gratis de organillo que nadie le ha pedido. Pero para nada me hace sentir bien. Es mayor, lo hace con todo su cariño y a los vecinos les da lástima. Le aplauden al final de cada canción casposa que nos toca y luego le piden otra. Yo no doy crédito atrincherada dentro de casa con mi vermut, que no puedo tomarme en la terraza si no quiero que me revienten los tímpanos.

El segundo sábado tuve que animar yo a los vecinos a aplaudir. Parece que se dieron cuenta de que igual animarlo no era una buena idea. Pero claro, el señor se vino arriba y ahora era a mí a quien le daba pena. «Pobre hombre, está solo y es mayor», me dice mi vecina Maria del Mar.

EL TERCER sábado pude escuchar: «¡Ya está el plasta del piano!». Puertas que se cierran, miradas de complicidad entre los vecinos y el señor del piano que no se siente para nada aludido y sigue con la suya. Se queda solo en su terraza, tocando a la nada.

Temo al cuarto sábado. Llevaremos 43 días de confinamiento y está empezando a salir el cabreo de la gente. Yo lo noto a través de mi finca que parece que hable sola. Los niños de arriba cada vez corren más rápido. Algunos de los vecinos han desaparecido misteriosamente. Casualmente los que tienen otra residencia. Ya nadie pregunta si queremos algo de la farmacia o del súper.

Todos estamos asquerosamente adaptados. Incluso aplaudimos a los sanitarios con cara de asco. Y no les negaré que alguna vez me he escaqueado. Estoy en la ducha, haciendo la comida o emborrachándome. ¡Hoy no salgo! Es como uno de los pocos actos de rebeldía que nos quedan. A la mierda todo. Si es que nos han quitado tanta libertad que aplaudir al hombre del piano me parece hasta sano. Seguimos para bingo y no han cantado ni línea. Paciencia.

*Escritora