La huelga del personal de tierra de Iberia del pasado fin de semana en Barcelona fue el preámbulo (hubo más de un centenar de vuelos cancelados) de un agosto que, por desgracia, se vislumbra muy complicado. El miércoles, el paro se concentró en Renfe, con más de 170 trenes de pasajeros cancelados en toda España y la consiguiente afectación para los usuarios justo en un día clave de las vacaciones. Los servicios mínimos amortiguaron los efectos de la huelga en el inicio de la operación salida. Están previstos otros paros también en días decisivos, el 14 y el 30 de agosto y el 1 de septiembre.

En la provincia de Castellón, la afectación de la huelga fue nula. Según informaron desde la compañía, Renfe no canceló ningún tren de larga distancia en la provincia, por lo que operaron con normalidad todos los convoyes del corredor de Castelló a Barcelona, 11 por sentido; todos los de Castelló-Madrid, ocho, cuatro por sentido; y todos los AVE a Madrid, dos por sentido, un Alvia y un Intercity por sentido hasta Vinaròs.

El derecho a la huelga es un fundamento del Estado de derecho y se lleva a cabo en los periodos que más pueden afectar a la parte empresarial. Pero en estos casos, quien sale perjudicado es esencialmente el ciudadano, que observa impotente cómo se repiten estos episodios verano tras verano. Respetando la protesta, los paros deberían gestionarse de tal manera que los daños colaterales fueran mínimos. Y que no se conviertan en una lamentable tradición.