El acuerdo de la Comisión Europea de instar al Gobierno de Irlanda a que reclame a Apple 13.000 millones de euros por impuestos no pagados no debería ser un hecho excepcional, sino un primer paso de los poderes políticos para acotar el inmenso poder y los privilegios fiscales de que disponen las grandes corporaciones internacionales. Es una paradoja que esas empresas prefieran tener aparcados en Europa y otros países dos billones de euros de beneficios antes que desplazarlos a sus sedes centrales en EEUU, epítome del capitalismo pero donde los impuestos les resultarían más caros de lo que les salen ahora en una Europa que durante décadas se caracterizó por políticas fiscales equitativas. Hoy, el mundo parece al revés. Un sinsentido que permite, por ejemplo, que el 90% de cada venta que Apple realiza en España vaya a parar a la matriz europea de la firma en Irlanda, donde los impuestos son simbólicos. El contencioso abierto entre la UE y la compañía puede ser largo, pero el desenlace no puede ser otro que la ratificación de un principio elemental: los impuestos deben pagarse en el lugar donde se obtienen los beneficios. Porque una cosa es la globalización de la economía, que puede no tener vuelta atrás, y otra la ley fiscal del más fuerte, que es una suerte de ley de la selva.