El agitado recorrido del acuerdo con fórceps alcanzado por Theresa May con Bruselas certifica que los brexiters no cesarán en su empeño de largarse de la UE sea cual sea el precio a pagar. En el seno de un Partido Conservador en extremo dividido, son los partidarios de la salida, por abrupta que esta sea, los que llevan la voz cantante, los que piensan que se ha pasado a la idea contraria de presentar un brexit sin acuerdo como algo preferible a un mal compromiso. Esto es, lamentan que ahora sea preferible alguna forma de acuerdo a que no lo haya.

Mientras la libra se resfría frente al dólar y al euro, cunde el desconcierto en la City y se convoca un Consejo Europeo para el día 25, nadie está en condiciones de asegurar que para esta fecha seguirá May al frente de la nave. Si no cambian mucho las cosas, una posibilidad harto difícil, es más factible que prospere la estrategia de la facción partidaria del brexit a toda costa, que quiere someter a May a un voto de no confianza, que la brega de la premier para amasar en el Parlamento una mayoría que apoye su gestión.

El anuncio de la noche del miércoles, cuando May dijo que el Gobierno secundaba el pacto, no dejó de ser una desafortunada actuación más en la disparatada historia del brexit. Era tan improbable que los compañeros de viaje de Boris Johnson, David Davis, Jacob Rees-Mogg y otros hubiesen cambiado repentinamente de opinión, que toda dosis de escepticismo estuvo justificada. Porque el trato especial de la frontera entre las dos Irlandas, con los unionistas del DUP alarmados, o la permanencia en el mercado único pasaron a ser una cortina de humo mientras se enardecía la lucha entre familias tories con la vista puesta en la caída de May, cada vez más verosímil.

La primera ministra británica ha tenido la rara habilidad de poner a casi todo el mundo en su contra: a los partidarios de divorciarse del resto de Europa y a los contrarios a hacerlo. Por razones diferentes en cada caso, May se ha quedado sin aliados posibles para salvar la prueba del Parlamento, y el laborismo se ha puesto de perfil, decidido a no votar a favor del preacuerdo logrado con Bruselas para evitar que florezca la división entre la frigidez europeísta del grupo de Jeremy Corbyn y el europeísmo de los jóvenes. Un caos tan explicable como pernicioso para la UE en general y para el Reino Unido en particular.