La desaparición y muerte del periodista y crítico con el régimen saudí Jamal Khashoggi mientras se encontraba en el consulado de su país en Estambul está adquiriendo unos tintes de escabrosidad que desafían cualquier norma de humanidad. Los detalles que se van conociendo de cuanto ocurrió apuntan a un despliegue de violencia máxima llevada a cabo premeditadamente por personas próximas al príncipe heredero Mohamed bin Salman. De Arabia Saudí ya sabíamos que es un país donde los derechos humanos no existen; donde se practica y se exporta con todos los medios el wahabismo, la rama más rigorista del islam; donde la reciente autorización a conducir para las mujeres no esconde la discriminación mayúscula a la que están sometidas en una sociedad que sigue rigiéndose por los códigos de la tribu de pastores que era. Sabíamos también que Riad está implicada en una guerra en Yemen que no respeta ni a los niños.

Aun así, ni países ni instituciones habían alzado la voz contra un régimen que compra voluntades con el petróleo. Ahora ha llegado el momento de hacerlo. El G-7 y la UE han pedido una investigación rigurosa y creíble. Es lo mínimo. Hay que exigir más y llegado el caso actuar en consecuencia sabiendo que Donald Trump, que respalda a las autoridades saudís, no acompañará en la petición de claridad y justicia, y en la condena de un acto execrable merecedor de la máxima condena de un Gobierno que lo ha permitido y, posiblemente, autorizado.