Una de las trolas más repetidas por parte de todas las administraciones durante esta primera ola del covid ha sido que las decisiones se tomaban por criterio estrictamente científico. Más allá de la dificultad real para que así sea -la ciencia avanza por ensayo y error, y también tiene sus sesgos-- hay muchos ejemplos de que no siempre ha sido así. Veamos por ejemplo el plan de vuelta a las escuelas de la Generalitat de Cataluña: la consellera Vergés lo justificó porque los niños «pueden transmitir la enfermedad pero en un porcentaje mucho más bajo» y que «todo hace pensar que es seguro llevar a los niños a las escuelas». ¿Todo? No, todo no.

Las cifras de fallecidos quedaron misteriosamente estancadas durante una larga temporada -en teoría, por un reajuste en el sistema contable-, coincidiendo justo con la desescalada y el anuncio de la vuelta del turismo.

Afirma el filósofo Daniel Innerarity que la lógica de la campaña electoral ha invadido los tiempos de los gobiernos. Hay que ser generoso juzgando a las diferentes administraciones y las medidas que han tenido que tomar en medio de una situación dominada por la incertidumbre y en la que algunos han jugado a distorsionar. Tampoco tiene que haber sido fácil ponerse en la piel de Vergés, de Illa, o de cualquier otro servidor público que haya tenido que tomar medidas arriesgadas y potencialmente trágicas. Pero esta generosidad no debe hacernos crédulos cuando se apela a la ciencia cuando se decide por consideraciones políticas o económicas, como el niño que grita «¡casa!» jugando a pillar. Es el recurso fácil para no dar explicaciones sobre decisiones que pueden ser impopulares. No seamos tan infantiles como para renunciar a pedirlas.

*Periodista