Querido/a lector/a. En una tertulia de amigos uno se quejó de que no estaba bien informado pero, con vocación de superar el déficit, le preguntó a la concurrencia qué hacer. A pesar de la petición el debate no respetó la pregunta y todos hablaron de lo difícil que resulta estar informado en el mundo en que vivimos.

Es verdad que no había ningún especialista en la materia, pero se dieron razones mil y ninguna como dogma indiscutible. Pero, en todo caso, señalaré desde el respeto algunos de los motivos que aparecieron: «Con las nuevas tecnologías informar ya no es detallar y argumentar un hecho sino ofrecer una imagen y vivirlo en directo y con poca argumentación»; «aparece un desfase entre la complejidad del mundo y el simplismo de los medios»; «tanto la actualidad como su contenido se elige y se construye con criterios que no siempre responden a la vocación o interés de informar»; «muchas veces, la veracidad no es algo objetivo y riguroso sino algo que se repite», «lo rápido e instantáneo es un valor que se impone a la reflexión»; «se tiende a confundir la propia y elogiosa comunicación con la información»...

La cuestión es que es evidente que a pesar de vivir en un mundo en el que hay más información que nunca, donde los partidos, los sindicatos y hasta los gobiernos han perdido el monopolio de la intermediación, en el que se habla de autocomunicación de masas y de las generaciones de la tecnosociabilidad... nos encontramos que por mil motivos (también el del exceso) cuesta informarse. Un derecho y una actividad noble que, junto con la libertad, es fecunda y necesaria para configurar el futuro o la decisión personal y también para participar inteligentemente en la vida social y política en democracia. Pero que, por desgracia, aún es imposible de realizar sin tiempo y sin un gran esfuerzo intelectual. H

*Analista político