Lo que tenía que ser una medida estrella del Gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos, el denominado ingreso mínimo vital, es ahora una urgencia para paliar los efectos económicos de la pandemia del covid-19. El vicepresidente de Derechos Sociales, Pablo Iglesias, presiona para que esta renta mínima se ponga en marcha en el mes de mayo. Mientras, el ministro de Inclusión y Seguridad Social, José Luis Escrivá, quiere armar una propuesta que, además de efectista, sea suficientemente consistente para que se afiance como estructural. Lo que, de momento, ha dejado de ser una objeción es su impacto en el déficit público tras la relajación de las reglas fiscales por parte de la UE, aunque la caída de ingresos ya hace que el FMI augure que la deuda pública va a remontar hasta el 110 % del PIB, cosa que no ocurría desde hace un siglo. De manera que esta iniciativa es más necesaria que nunca, cuenta con más apoyos que en el arranque de la legislatura pero tiene ante sí un horizonte de mayor incertidumbre, por lo que se debe diseñar de manera que sea sostenible en aquello que se quiera que sea estructural.

Desde la sensibilidad de Podemos en el Gobierno se insiste en que esta es una medida que debe ayudar a los hogares vulnerables y a las familias monoparentales. Con los datos anteriores a la crisis del coronavirus, el ministro Escrivá calcula que estamos hablando de tres millones de personas que forman un millón de unidades familiares. Pero, posiblemente, según los baremos que se fijen finalmente para acceder a esta ayuda, en los próximos meses esas cifras se pueden multiplicar por el impacto de los ERTE y la afección del paro sobre la renta de cientos de miles de familias. Hay, pues, que proyectar estos escenarios y no precipitarse en la definición del modelo porque la capacidad fiscal, aunque crezca, en ningún caso va a ser ilimitada, ni para España ni para ningún otro país. De la misma manera que hay que tener en cuenta que las comunidades autónomas tienen competencias en esta materia y que algunas de ellas han puesto en marcha iniciativas que podrían tener perceptores coincidentes. Hay que dirimir hasta qué punto y en qué condiciones serán compatibles.

Las familias vulnerables ya necesitaban esta ayuda debido a la manera como salimos de la crisis financiera del 2008, que forzó un descenso de los salarios hasta el punto de que el acceso al trabajo no evita siempre la pobreza. Ahora esa vulnerabilidad se va a ver aumentada porque vamos a entrar en una recesión, el paro va a aumentar, las empresas van a tener problemas de impagos y la recaudación fiscal se va a resentir. Lo realista en este escenario es adaptar el proyecto inicial de este ingreso mínimo vital a las circunstancias del momento. Ello pasa por implementarlo cuanto antes mejor y en flexibilizarlo de manera que ayude a los que se han vuelto vulnerables en esta segunda crisis pero no deje tirados a los que lo necesitarán cuando lo peor de la tormenta haya pasado. La estabilidad del Gobierno no debería verse comprometida por aunar estas dos demandas: la urgencia y la sostenibilidad, porque una sin la otra pueden convertir el proyecto en un brindis al sol como el que se ha producido en algunas comunidades autónomas.

Existen más razones a favor que en contra de la puesta en marcha del ingreso mínimo vital. Hay más razones a favor que en contra de hacerlo de manera sostenible. Con esos dos elementos, el Gobierno central debe ponerse a trabajar porque lo que antes era importante ahora es urgente. Porque lo que se apruebe debe ser efectivo, equitativo y capaz de generar consenso: con las comunidades autónomas, con la mayoría del Congreso que la deberá apoyar y con las autoridades europeas que deberán dar facilidades para financiar el déficit que necesariamente generará.