Apenas comenzado el Adviento celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, que tan arraigada está en toda nuestra Diócesis. En este día celebramos una verdad fundamental de nuestra fe católica; a saber, que María, por haber sido elegida por Dios para ser la Madre del Salvador fue preservada de toda mancha del pecado original y de todo pecado desde el instante mismo de su concepción.

La Virgen fue agraciada con dones a la medida de la misión tan importante para la que había sido elegida. María es la «llena de gracia» (Lc 1, 28), una plenitud de gracia y de amor de Dios que ella abraza con fe, con una total disponibilidad y entrega de su persona a Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Ella creyó en las palabras del Ángel y respondió con palabras de total entrega a Dios. Así, con su fe y su amor, la Virgen colabora desde el principio de manera totalmente singular con la obra redentora de su Hijo para restablecer la vida de unión y amistad de toda la humanidad con Dios, germen de fraternidad entre los hombres. Por esta razón, la Virgen es nuestra madre en el orden de la gracia, asociada para siempre a la obra de la redención. Ella es el fruto primero y más maravilloso de la redención realizada por su Hijo, Cristo Jesús.

En esta fiesta, alabamos una vez más a Dios, por estas maravillas que ha hecho en María. Pero también contemplamos la santidad de María, su perfección en el amor, vivida en su fe, en su esperanza y en su amor a Dios y a los hombres. La Virgen María no permanece pasiva ante el amor de Dios hacia ella, sino que responde con un amor total al Dios que la ha agraciado. María vive su existencia desde la verdad de su persona, que sólo la descubre en Dios. Como criatura de Dios, María sabe que sin el amor de Dios nada es, y que su vida sin Dios, como toda vida humana, nada vale. María sabe que está hecha para acoger y para dar, para hacerse donante del don donado y que la raíz y el destino de su existencia no están en sí misma, sino en Dios; Él es su esperanza. Por ello vivirá siempre en, para y hacia Dios. Ella no es sino la hija predilecta del Padre, signo de la ternura de Dios.

Abramos como María nuestra mente y nuestro corazón a Dios y a su amor.

*Obispo de Segorbe-Castellón