El sector citrícola acaba de saltar, de golpe y porrazo, a las primeras páginas de los periódicos. Los olivareros cabreados abren los telediarios nacionales relegando a Trump y Torra a un segundo plano. Mientras, a Sánchez, a sus ministros y a todos los urbanitas líderes políticos de este país se les despierta un irreconocible interés por salvar el alma y las rentas del desgraciado labriego. Lo han descubierto. Ese humilde ser, hasta ahora invisible, que cultiva alcachofas y naranjas, acaba de elevarse a lo más alto del escalafón de sus pensamientos. Existe. Merece su atención. ¡Te queremos, campesino!

Pero, por muchos fuegos de artificio que se disparen, el problema de los bajos precios viene de largo, aunque jamás ha parecido importarle a nadie. ¿Rédito político? ¿Moda? ¿Ecologismo cutre? ¿Pena? Quizá un cóctel inconexo que ha conseguido, eso sí, situar bajo el foco mediático al eslabón más necesario y machacado de nuestra estructura social.

Por eso, ahora que hemos sabido que las gallinas no ponen huevos con código barras y que las patatas no crecen en los árboles, algo puede empezar a moverse. El mundo agrario y ganadero goza de una oportunidad de oro -quizá única- para reivindicarse, exigir y que su voz -y su lamento- se escuche más allá de las tertulias de los bares. Sobre todo porque están cargados de razón.

*Redactor Jefe de Mediterráneo.