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Los mensajes hirientes o de celebración, incluso, de la reciente muerte del torero Víctor Barrio han supuesto el último episodio de un problema nacido tras la irrupción de las redes sociales. Twitter y Facebook se han convertido en un ágora pública, o en la barra de una taberna en muchos casos, donde bajo el parapeto del anonimato, y de la libertad de expresión, se profieren insultos, expresiones de mal gusto o de odio. El debate se ha acelerado en los últimos tiempos y, en un caso distinto, salpicó hace un año a Guillermo Zapata, obligado a dejar la concejalía de Cultura de Madrid a las 48 horas de tomar posesión. Todo por unos lamentables chistes de aire xenófobo y antisemita en su cuenta de Twitter en el 2011.

El listón y los baremos en las redes deberían ser los mismos que imperan en otros ámbitos de la vida, pese a que la huella en la red puede construir una identidad digital distinta de la real. Es obvio que el paraguas del anonimato ayuda a fomentar conductas y comentarios que algunos implicados no sostendrían en un cara a cara. Pero ello no supone que sea precisa una regulación específica del comportamiento en las redes sociales. La legislación ya tiene vías para defender a quien se sienta ofendido, y siempre sin poner vallas al campo de la libertad de expresión.