Hoy, último domingo del Año Litúrgico, celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Esta fiesta nos muestra que Jesucristo es como la piedra angular sobre la que se edifica el mundo creado y la historia de la humanidad y la clave que los cerrará como Juez de vivos y muertos, cuando vuelva con poder y gloria al final de la historia. Su confesión ante Pilatos, «Soy Rey», queda completada por San Pablo al decir que Jesús es «imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia, reconciliador de todas las cosas» (cf. Col 1,12-20). Cristo es el centro de la creación, del pueblo de Dios y de la historia de la humanidad.

Jesús mismo afirmó que él era Rey. Lo dijo el primer Viernes Santo por la mañana. Durante la noche había sido abandonado por sus amigos y torturado por sus enemigos. Finalmente lo habían entregado a Pilatos. En el juicio, Jesús testificó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí»; y terminó: «Tú lo dices: soy Rey» (Jn 18, 36-37).

En efecto, Jesús es Rey, pero su reino nada tiene que ver con los reinos de este mundo. No busca poder ni pretende imponerse por la fuerza. Jesús no vino a dominar sobre pueblos ni territorios, sino a servir y entregar su vida para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte, para reconciliarlos con Dios, consigo mismos, con los demás y con la creación entera.

Toda la existencia de Jesús es relevación de Dios y de su amor. De esta verdad dio pleno testimonio con el sacrificio de su vida en el Calvario. La Cruz es el trono desde el que manifestó la sublime realeza de Dios-Amor: Jesús, el Hijo de Dios, ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del príncipe de este mundo e instauró definitivamente el reino de Dios: un reino eterno y universal, el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Este reino se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos a Dios.

Que la fiesta de Cristo Rey sea para los cristianos confesión viva de fe.

*Obispo de Segorbe-Castellón