Bueno, ya es sabido que en la playa de la Almadraba, entre el Torreón y el Voramar, planto cada verano mis días vividos y mis noches soñadas. Y al fondo, sobre el horizonte, gusto de imaginar el humo de los barcos, con su imagen de señales venturosas, con su aroma que de humo deriva en perfumo, perfume, con su eco de canciones y de voces que han sonado a través del tiempo.

Y aparecen seres humanos con los que he hablado, caminado, convivido, cuyas palabras y sueños he percibido o imaginado sentado en la arena en noches de soledad, que cada día me ayudarán a construir mis torres de arena que irá borrando el mar poco a poco, con sus olas.

Fue un personaje admirado como profesor de Enseñanzas Medias y premiado por sus novelas.

EN BENICÀSSIM. Hace ya varios años que se fue, pero en algún tiempo, su familia había establecido su época estival en Benicàssim. José Luis, con su esposa y la familia, veraneaban en Montornés, aunque sus recuerdos de juventud son entrañables en las villas de Benicàssim, entre el «infierno, el limbo y la Corte Celestial». Tres espacios junto al mar tan bien definidos.

Durante unos años fue el novelista mejor considerado de cuantos participaban en el Premio Nadal y nuestra relación en invierno y en verano fue casi permanente.

Un día y otro, yo le pedía que me contara la historia.

--¿Me cuentas lo de la gorda, José Luis? Preguntaba.

--¿La gorda de la playa de la Almadraba? Me ampliaba el tema.

--Sí, sí. Esa historia. Concluía yo.

Y me la contaba. Como si estuviera escrita y yo la leyera cada día, es que todos los veranos había una gorda sentada en una silla de enea dentro del agua. No llevaba traje de baño sino traje de viuda, porque era viuda y le habían recomendado contra la gordura, no baños de mar, sino baños de ola. Poco a poco, la silla de enea se iba hundiendo en la arena y los muslos blancos, que la falda remangada dejaba ver lustrosos e insultantes, desaparecían hasta que la gorda, viuda, se levantaba con harto trabajo, desarenaba la silla y la trasladaba trabajosamente dos metros más allá para volverse a sentar y seguir sufriendo aquel baño de ola facultativo, una y otra vez.

Me imagino la estampa y hasta la pamela volandera en la cabeza de la señora, ordenado por los médicos.

AQUELLOS TIEMPOS. Eran otros tiempos. Los de la infancia del propio José Luis cuando describía la organización de su grupo humano y familiar al regreso a la villa, después de un día de playa en la Almadraba. Está escrito por él:

--La expedición de regreso era espectacular: cubos, palas, valdes de metal, hojalata o estaño, celuloide, ropas, sandalias, albornoces, gorros de baño, toallas, sombrillas, tíos y tías, muchachas y señoritas de compañía en caravana, dejábamos la arena, cruzábamos el paseo de las villas con sumo cuidado porque podía pasar y arrollarnos una motocicleta inglesa del sportman de la época o, lo más normal, las bicicletas de algunos que, todo hay que decirlo, paraban muchas veces sus máquinas para dejarnos cruzar con bien…

Pero a mí, lo que me gustaba era que José Luis Aguirre me siguiera contando las peripecias de la señora gorda con su silla y su traje de viuda. Esta historia tan curiosa.

«¡Tócala otra vez, Sam…!»