Esta mañana, cuando le he dicho a mi hijo pequeño, que tiene 11 años, que iba a escribir sobre Leaving Neverland, el documental sobre Michael Jackson que ya ha hecho correr ríos de tinta, me ha respondido: «Mamá, no te pases, ¿eh? No hagas una de esas columnas simplemente para provocar y para llevar la contraria». Tenía razón, claro. A veces pienso que en ciertos aspectos nuestros hijos nos conocen mejor que nosotros a ellos.

Yo crecí con Michael Jackson. Todavía recuerdo el estupor y la excitación que sentí al ver por primera vez el vídeo de Thriller. No era solo que se tratara de un gran video musical, es que era el primer videoclip que veíamos en nuestra vida. Estábamos pasando la Nochevieja. Recuerdo la sensación compartida por todos, niños y adultos, de estar viendo algo nuevo. Yo tenía 10 años.

Hoy en día no existen estrellas como Michael Jackson. Resulta difícil explicarle a un joven lo que significó la irrupción de Jackson. Tal vez se podría comparar con la de Elvis, aunque me parece que Elvis fue un fenómeno más específicamente norteamericano y Michael Jackson era una estrella planetaria. Solo se me ocurre compararlo con lo que debió ser la invención de la Coca-Cola o de los primeros vaqueros. Michael Jackson era tan famoso como Papá Noel, les dije a mis hijos cuando lo descubrieron gracias al magnífico documental This is it, sobre la gira que estaba preparando justo antes de morir.

Así que empecé a ver el espeluznante Leaving Neverland pensando: «Bueno, a ver, no puede ser tan terrible, a la gente le encanta rasgarse las vestiduras, todos sabíamos que Michael Jackson era un chalado, las estrellas son excéntricas. Seguro que por algún lado se puede entender». Pues no, señores, después de cuatro horas de documental, no hay forma de salvar a Michael Jackson, no hay excusa, no hay nada, solo mal cuerpo y desolación.

No es solo que resulta indiscutible que los dos testigos están contando la verdad, es que además uno tiene la sensación de que no solo fueron víctimas de abusos sexuales sino también de abusos amorosos (ya sé que esta categoría no existe, pero no se me ocurre otro modo de denominar lo que allí ocurría). Lo que sigo intentando asimilar y entender es el hecho de que las víctimas no veían a Jackson como a un monstruo, o no solo como a un monstruo, sino como a alguien que les rompió el corazón al abandonarles por otro niño. Lo que tenía Jackson con estos críos eran auténticas historias de amor correspondidas. No solo les iniciaba al sexo, les iniciaba al amor, y eso en cierto modo casi me parece más grave, terrorífico e irrecuperable.

¿Dónde vas después de que un mito musical como Michael Jackson te haya roto el corazón a los siete años?

*Escritora