En la escuela de las esperanzas naufragadas cada vez hay más pupitres vacíos. Más silencios. No se oyen risas en los pasillos. Ni los pasos atropellados de los que llegan tarde. No hay profesores ni alumnos. Ni dibujos colgados en las paredes. Tan solo una enorme lista que cada semana suma nuevos nombres. El primero del 2016 fue un niño de 2 años. El bote neumático en el que iba se estrelló contra las rocas de la isla Agatonisi. Le han seguido varios más. Muertos junto con otras personas más en las costas europeas. Y siguen muriendo. Del mismo modo que los días del nuevo año se van estrenando y caducando. Como las hojas que caen de los árboles. Como algo insalvable… Como todo lo que perdemos cuando deja de interesarnos.

En la escuela de los sueños vencidos no hay padres esperando en la salida. Ni siquiera hay un lugar donde poder llorar a sus niños. Solo les queda la rabia y el dolor de un recuerdo, el insoportable vacío de unas muertes que nunca debían haberse producido. Muertes de las que apenas ya no se habla, que han dejado de ocupar los primeros lugares de las agendas políticas. Muertes incómodas, que desnudan a una Europa mezquina, a unas instituciones incapaces de velar por la vida, ni siquiera la de los más débiles… Ni siquiera la de unos nombres anotados en la lista de la infamia. H

*Periodista