Querido/a lector lectora, ni París ni Notre Dame son una ciudad o una catedral cualquiera. Posiblemente, y por el número de visitantes, son las más importantes del mundo. Dos de las más significativas y bellas obras de la creación humana y que han ido representando a la vida y al poder: digo a la iglesia, a la monarquía, a los actuales valores del republicanismo y, sobre todo, a Francia.

Pero si París siempre valió una misa, ver como se quemaba la iglesia donde se debería celebrar provocaba dolor en el alma. Mucho más cuando las llamas en directo recordaban, como fue mi caso y el de mi familia, que vivimos en su onzieme arrosdissement, que aprendimos su lengua y con ella parte de su identidad, que nos comimos más de un bocata de camembert et saucisson, que asistimos algunos de sus hospitales para acompañar el nacimiento y la muerte de seres queridos, que tocamos la guitarra en l’Ile de la Cité, que nos compramos libros prohibidos, que estudiamos en aquellas aulas que la CGT dejaba al PCE, que participamos en las manifestaciones de la Place de la Nation por las libertades en España, etc. En definitiva, las llamas y los recuerdos nos arrancaron lágrimas, alguna reflexión e indignación.

Lágrimas porque ningún bien nacido debe ser insensible ante el terror que provoca ver quemarse un bien cultural de referencia mundial. Reflexión porque al expresar su vocación de volver a rehacer Notre Dame, el pueblo francés también afirma la necesidad de seguir defendiendo los valores republicanos que, aunque puedan parecer sólidos y permanentes, sino se cuidan desaparecen. Indignación, porque aprovechar el accidente para decir que algunos quieren una mezquita, es atentar contra los valores de los que hablábamos antes: el de la libertad, la igualdad y la fraternidad. En todo caso, pase lo que pase, como le decía Rick a Ilsa en la película Casablanca, «Siempre nos quedará París».

*Analista político