El próximo viernes arranca el período del año donde las compras se disparan. Una costumbre importada de Estados Unidos, el Black Friday, adelanta algunas de las tradicionales compras de Navidad y Reyes Magos. Este fenómeno, unido al auge del comercio electrónico y a la progresiva desregulación de las rebajas, ha provocado una mutación en los hábitos de consumo que han acelerado determinadas tendencias y han favorecido unos modelos comerciales concretos. A menudo, los cambios intensos y acelerados nos inquietan en la medida de que generan sensaciones que no siempre se corresponden con la realidad. ¿El hecho de que las ventas de esta campaña se prolonguen durante más de un mes provoca realmente que compremos más productos o que gastemos más? ¿La lluvia de ofertas, tanto en los comercios presenciales como virtuales, ayuda realmente a practicar un consumo más responsable? ¿Somos conscientes en el momento de decidir dónde compramos de que nuestro desplazamiento al entorno digital provoca en algunos de nuestros conciudadanos consecuencias desastrosas como las que sufrimos en nuestros respectivos empleos y profesiones?

Cierta perspectiva teórica bastante hegemónica establece que una parte importante de nuestro consumo es inducido por la presión social a través de determinados valores y, muy especialmente, de la publicidad más o menos agresiva. Sin duda, algunas prácticas pueden llevarnos a comprar algo que no necesitamos. Pero no es lo más habitual. En primer lugar, porque la capacidad de compra de la población está limitada por su nivel de renta y, salvo algunos casos patológicos, los niveles de endeudamiento acaban siendo asumibles. En segundo lugar, porque una parte sustantiva del consumo de este mes está vinculado al concepto regalo que se ampara en nuestros sentimientos más fraternales. El consumo, como tantas otras prácticas sociales, nos pone ante un espejo en el que no siempre nos reflejamos como quisiéramos ser. Esa es la lección que podemos sacar de este mes de consumo desenfrenado.

No hay duda de que estas nuevas formas de compra están cambiando el panorama de la oferta. Los pequeños comercios locales son las grandes damnificados a pesar del buen nombre que tienen por la calidad del servicio que dan y por su contribución a la cohesión social. Y su desaparición nos es ineludible. Algunos han sabido adaptarse, pero necesitan una regulación equitativa del comercio que se haga en beneficio del consumidor, pero que evite también asimetrías o zonas de fiscalidad opaca. En algunos casos, podemos hablar sin ambages de estraperlo digital, es decir, de prácticas comerciales que construyen su competitividad gracias a las diferencias en los impuestos o en las regulaciones, y no por la eficiencia en la distribución o en la producción. Garantizar la competencia significa eliminar trabas innecesarias pero también velar por la equidad y por la igualdad de oportunidades. A ello contribuyen decisivamente Gobiernos y Parlamentos garantizando reguladores independientes, pero los consumidores también podemos contribuir en el momento que hagamos nuestra elección para comprar.