Es archisabido que el ejercicio del poder desgasta. Emmanuel Macron, el meteoro que llegó al Elíseo en un momento providencial para la democracia francesa acosada por el ultraderechismo y la xenofobia, empieza su segundo curso con una importante caída de popularidad (30%) y con una minicrisis de Gobierno que, pese a la rapidez con la que ha sido resuelta ayer mismo con el cambio de dos ministros, pone de manifiesto las dificultades de querer transformar un país anclado en muchos aspectos en la rigidez e, incluso, el inmovilismo, y hacerlo incorporando a personajes de la sociedad civil, como es el caso de los dimitidos Nicolas Hulot y Laura Flessel.

La nueva política que supone la incorporación de estos personajes no casa con la política de siempre, que es la que se ha impuesto. El cambio de forma de la recaudación del impuesto sobre la renta, más en línea con los métodos europeos, era una de las medidas que debía aplicarse el próximo año, pero podría ser aplazada e, incluso, enterrada. Tampoco parece que en la Asamblea Nacional pueda prosperar la revisión constitucional, que es una reforma institucional clave de esta presidencia. Al final, se está imponiendo la vieja política, pero Macron no parece ser de los que tiran la toalla fácilmente. Tampoco los franceses. El próximo mes de mayo habrá elecciones al Parlamento Europeo.

Al igual que en otros países, también en Francia los resultados se mirarán con lupa porque retratarán el humor del electorado.