Por más que la mayoría de las personas seamos seres racionales, el pensamiento mágico se cuela en nuestra vida en más ocasiones de las que estamos dispuestos a admitir. Nos hace creer en la suerte, buena o mala, como algo adscrito a personas concretas. Lleva a gente a pensar que la fecha y la hora de su nacimiento predestinan el futuro por capricho de lejanas constelaciones de estrellas, en las que hace siglos alguien vio figuritas, que ni sabemos distinguir en el cielo, aunque no las cubra la contaminación. Hace que, no solo compremos lotería, sino que busquemos terminaciones o combinaciones concretas de números porque pasó algo bueno en un día concreto. Nos hace interpretar mal las estadísticas y los porcentajes y sobreinterpretar casualidades, levantarnos con el pie derecho de la cama, cruzar los dedos, pedir deseos al soplar velitas, llevar amuletos de la suerte a los exámenes, besar estatuas y figuras.

Esta predisposición -tal vez necesidad- a suspender la racionalidad proporciona pingües beneficios a diversas ramas de la economía, desde casinos hasta fabricantes de galletas chinas de la suerte, pasando por la industria de la cosmética. Los productos de belleza, por quedarnos con un ejemplo, saben sacar buen partido de nuestra tendencia al pensamiento mágico. A veces gracias a terminología científica mal digerida, como célula, ADN, epidermis… transformada en palabras mágicas. Con los componentes de algunos champús, avena, uvas, yogur, te podrías hacer un muesli de primera. Otras veces la base son asociaciones de causa-efecto precientíficas que una creía relegados a dichos de sobremesa.

LOS PROSPECTOS que acompañan los productos, con estadísticas y dibujitos en colores serios, argumentan “científicamente” el funcionamiento. Tengo que confesar que los leo siempre. Jamás compraría un producto cosmético que no lleve por lo menos una cuartilla bien doblada con explicaciones en varios idiomas. Los leo con atención no solo por solidaridad de escritora de ficción con quien haya redactado arduamente ese texto, sino que reconozco que lo hago muy predispuesta a creérmelo, a abandonar mi escepticismo, a dejarme llevar placenteramente por la corriente de mi propio pensamiento mágico, que me dice que si lo leo con fe, si me dejo convencer, la crema hará más efecto.

Y es que a veces pienso que, ¿por qué no? ¿Por qué no concederle a la razón una pausa y dejar que baje la guardia? Dejar entrar un poco de pensamiento mágico, volver a creer en la suerte, los milagros, los Reyes Magos, el Ratoncito Pérez, en que las buenas obras reciben recompensas, en que los malos acaban pagando… ¡Stop!

Vale, todos tenemos algún rincón en que permitimos que el pensamiento mágico tome la batuta. La vida racional es desilusionante, por supuesto, es fatigosa, exige pensar, y todos sabemos que eso cansa. Por eso de vez en cuando tal vez no esté mal dejarse arrastrar por la comodidad, ser incoherente, un poco irracional. El problema es cuando dejamos que la pereza mental tome decisiones sobre temas de verdad importantes, cuando admitimos la magia o la superstición como formas de pensamiento, cuando dejamos que una fecha, una casualidad, un lema leído en una taza o en la pizarrita de un café hipster nos dé instrucciones sobre cómo enfrentarnos a la vida.

NI EL RESFRIADO es porque eres Tauro, ni sonreír te va a curar el cáncer y mucho menos te has puesto enferma porque no exteriorizas tus sentimientos, ese compañero de trabajo no es mejor ni peor por haber nacido en el año del gato o de la rata y llevar un cerdito de peluche no te ayudará a aprobar el examen por más que lo sobes. La fila 13 solo es la que queda entre la 12 y la 14. Es igual de cómoda y segura. Eso sí, tiene una ventaja: no suele haber seres irracionales en ella.

*Escritora