El caso del dieselgate, a raíz del trucaje de los motores del grupo Volkswagen, puso el foco de atención el pasado mes de septiembre sobre el sector del automóvil y la eficacia de los controles de las emisiones contaminantes. La conclusión obvia se centró en unos sistemas de vigilancia que no cumplían su función. Un estudio independiente revela ahora que también el consumo de carburante es mayor del que hacen público la mayoría de marcas. Un análisis de los 20 automóviles más vendidos sentencia que hay una desviación media de un 36% superior a lo anunciado. Evidentemente, ese consumo supone mayores emisiones nocivas para la salud y el medio ambiente. Las conclusiones que hay que extraer son de una claridad meridiana: las pruebas de laboratorio que pasan los vehículos no responden a las condiciones reales de circulación y los fabricantes aprovechan la flexibilidad de la normativa. Asiste toda la razón al presidente de la Asociación de Constructores Europeos de Automóviles, Dieter Zetsche, cuando dice que “no hay duda de que es necesario un nuevo ciclo de pruebas en Europa” y reclama que se armonice el calendario de reducción de emisiones con los nuevos test. La UE, en horas bajas, no puede permitirse otro golpe a su credibilidad.