Corren malos tiempos para el periodismo de calidad, en favor del vertiginoso universo de los colosos tecnológicos, dígase Google y Facebook, que llevan tiempo dirigiéndonos, al igual que a mansos corderos, al precipicio de la manipulación de la información. El más efectivo detonante para menguar la libertad de expresión y, por tanto, llevar a la democracia a una incertidumbre desprovista de valores que asusta. Pocas dudas caben para asegurar que vivimos una revolución global en la que el estado de alarma decretado por la pandemia del maldito covid-19, nacido y exportado desde China sin que se hable ya de aquel gigante asiático, viene a poner puente de plata a las nuevas filosofías políticas de quienes tienen el poder de gobernarnos. Ya dijo Monedero el otro día en la televisión, sin ocultar un rictus de satisfacción, que el virus trae consigo buenos aspectos para propiciar los cambios políticos. Aprietan el acelerador en el intento de acabar cuanto antes con el régimen de La Constitución del 78, el periodo que mejores años de libertad y bienestar ha aportado al pueblo español, tras salir de forma ejemplar de una dictadura.

Después de tanto y tan buen camino recorrido estamos a punto de sucumbir ante el Gran Hermano de la era digital, que nos roba la identidad y narcotiza con la trampa saducea de la infinita pluralidad de las redes. Mientras, el cerco se va estrechando en torno al periodismo profesional, aprovechando la profunda crisis de los medios y su gran dependencia del pesebre público, traducido en publicidad y ayudas. Así, llegamos al momento idóneo de anunciar la creación de una especie de ministerio de la verdad, en la más pura línea de Orwell , encaminado a acabar de atornillar los ya escasos ejemplos de independencia informativa y de opinión.

El político siempre ha sido el poder en mayúsculas. Referirse a la prensa como el cuarto poder nunca dejó de ser un eufemismo. Un caso como el Watergate sólo ha ocurrido una vez en toda la historia del periodismo. Y los hechos nos anuncian que realidades excepcionales de investigación periodística como las que propiciaron la dimisión del presidente Nixon van a quedar ya para las novelas, el cine y las series de televisión. Los poderes políticos y económicos siempre han utilizado a los medios de comunicación, empresas en las que trabajan los periodistas, que no son más que unos asalariados intentando hacer bien el trabajo, hasta donde les dejan los editores. Todos tienen sus intereses.

Aun conociendo semejante realidad, siempre que tengo ocasión, ante un auditorio de estudiantes universitarios y, sobre todo, últimamente en actos relacionados con mi última novela Ilustrísimo canalla (Sargantana 2020), hago mención de la cita de Jean Daniel , maestro de periodistas francés fallecido este año con casi cien años: «La fascinación del poder no debe hacer caer al periodista en la complacencia, la indulgencia y la corrupción». Grandes palabras que en demasiadas ocasiones hacen pronunciarse al empleado del periodismo evocando al Mío Cid: «Que buen vasallo si tuviere buen señor».

Las libertades públicas están amenazadas. Quienes controlan y explotan el nuevo mundo digital han logrado dirigir la sociedad, colaborando de forma decidida con los ardides de aquellos que ven en la libertad de expresión, artículo 20 de la Carta Magna, una seria amenaza para la culminación de sus intereses políticos. Mientras, el adormecido ciudadano no reacciona. Como en el poema de Martin Niemöller, atribuido a Bertolt Brecht : «Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar». H

*Periodista y escritor