La paz por bandera. Era un deseo, que la multitudinaria manifestación colmó en buena parte, y también un temor, el de que la marcha unitaria quedase desvirtuada por la profusión de estelades y por la utilización de la expresión popular contra el terror para protestar contra el jefe del Estado y las autoridades españolas.

La primera parte -la defensa de la paz, el rechazo del terrorismo yihadista y la solidaridad con las víctimas- se cumplió con creces, tanto por la multitud de pancartas que los reclamaban o que expresaban el lema de la marcha (No tinc por), como por los parlamentos finales, en los que la actriz Rosa Maria Sardà y la activista musulmana Miriam Hatibi se turnaron para ensalzar la unidad frente a la división de la sociedad que pretenden los terroristas y proclamaron la defensa de la vida frente a la muerte que provoca el terror. Los fragmentos de obras de Federico García Lorca y de Josep Maria de Sagarra dedicados a la Rambla estuvieron también muy bien elegidos, así como el cierre de la manifestación con la interpretación del Cant dels ocells, de Pau Casals.

Estuvieron fuera de lugar, por el contrario, los abucheos y las pancartas contra el Rey -la primera vez que un monarca se manifestaba- y contra los representantes del Gobierno español, así como la presencia de numerosas banderas independentistas y muchas menos senyeres y españolas. Lo mejor hubiera sido una concentración sin banderas, con la única de la paz. Pero tampoco tiene que sorprendernos que ocurriera así, después de que el propio vicepresidente del Gobierno catalán, Oriol Junqueras, se hubiese mostrado a favor de la presencia de estelades o de que la ANC (Asamblea Nacional Catalana) hubiera hecho un llamamiento a la asistencia con banderas, que, aunque no especificaba cuáles, era evidente que se trataba de acudir con estelades, la bandera que, desde que se inició el procés, ha desterrado a la cuatribarrada, que, aunque no lo parezca, sigue siendo la enseña oficial de Cataluña.

Esta nueva demostración de fuerza del independentismo sobraba a dos semanas de la Diada, que es el día y el lugar en el que deberían concentrarse las reivindicaciones soberanistas, y no desde luego en una manifestación unitaria para protestar contra los terribles atentados yihadistas que han costado la vida a 15 personas y heridas a más de un centenar. Estos temores a la instrumentalización restaron quizá asistencia a una marcha que, pese a celebrarse en pleno mes de agosto, consiguió reunir a medio millón de personas, muchas menos, sin embargo, que en similares manifestaciones en otras ocasiones. Quizá también por la asistencia de multitud de personalidades políticas, encuadradas aparte de la masa de manifestantes por razones de seguridad, la manifestación dio la sensación de cierto tono desangelado.

La unidad, en el fondo, era solo una fachada porque en esta semana posterior a los atentados hemos asistido a enfrentamientos soterrados entre los gobiernos del PP y de la Generalitat catalana, que a duras penas han logrado mantener una apariencia unitaria. El día antes de la manifestación, el president Carles Puigdemont acusaba al Gobierno de Mariano Rajoy de «hacer política con la seguridad» de los catalanes a propósito de las trabas puestas para la ampliación de la plantilla de los Mossos d’Esquadra y para su acceso a la información de Europol. Rajoy, en su comparecencia, se mantuvo mucho más en su papel institucional, sin que eso signifique que se haya intentado desprestigiar la actuación de los Mossos.