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Que el acoso escolar no es en España un fenómeno anecdótico sino peligrosamente extendido queda de manifiesto en el dato de que la Fundación ANAR, especializada en la ayuda a niños y adolescentes en riesgo, tuvo el año pasado 25.000 consultas y atendió 573 casos contrastados, el 75% más que en el 2014. Un crecimiento que obedece en buena parte a una mayor sensibilización social ante un drama que en varios casos ha desembocado en el suicidio de menores incapaces de soportar el hostigamiento de compañeros de su escuela.

La crueldad infantil que los psicólogos describen como propia de la entrada en la pubertad solo explica el enraizamiento del problema, pero de ningún modo puede servir para relativizarlo. En el siglo XXI es intolerable una deformidad social de esta gravedad, que las nuevas tecnologías acrecientan. Poner coto al problema exige de las familias afectadas agudeza para detectar el sufrimiento de sus hijos y coraje para denunciarlo. Pero también los padres de los acosadores deben saber captar si sus vástagos actúan como tiranos y actuar en consecuencia. Delegar toda la responsabilidad en la escuela, aunque esta tenga la parte principal, no es la vía adecuada para afrontar con garantías de éxito un problema que debe sonrojar al conjunto de la sociedad.