En su afán por la comodidad y la seguridad, el hombre ha ido endosándose artilugios desde tiempos inmemoriales. Al parecer, la mascarilla va a acabar imponiéndose como uno más. Como la gorra, el bolso, el pañuelo, el reloj, la cartera, las gafas o el audífono... Adminículos que nos encasquetamos para resolver una función, y que a la vez nos representan simbólicamente. No solo nos visten, sino que nos anuncian.

Respecto a la mascarilla, los expertos aún no han sabido explicarnos bien bien para qué sirve. De momento las que inundan el mercado son primitivas. No son ajustables y hacen daño. Se caen cuando hablas. Te dejan sin aliento. Empañan las gafas. Y es que jamás fueron pensadas para vestir durante el día.

Comenzaron a usarlas los cirujanos a finales del siglo XIX, para evitar contagiar al enfermo. Y de ahí pasaron a la población como protección masiva durante las epidemias de principios del siglo XX. También han servido para labores peligrosas y espacios contaminados. La mascarilla tipo N95, con su característica forma, fue creada por la diseñadora americana Sara Little Turnbull , inspirándose en la copa de un sostén. Lo ideó para la compañía 3M, añadiendo gomas en vez de las engorrosas cintas y usando un innovador material no tejido. Posteriormente en 1974 el científico taiwanés Peter Tsai la remodeló para el ámbito médico y ahora la está perfeccionando.

Todos tenemos ya varias mascarillas pululando por casa. En breve saldrán nuevas y mejores propuestas, fácilmente ajustables, de material trasparente para no ocultar la boca, autolimpiables, biodegradables, customizables, conectadas... Un inmenso pastel económico que se disputan multinacionales, prestigiosas marcas de moda y pequeños artesanos. En la línea del tiempo de los objetos icónicos de cada época, el año 2020 quedará para siempre marcado con la irrupción vertiginosa del tapabocas, cubrebocas, respirador, barbijo, bozal, careta... Empezó casi como una broma. Hoy tiene cautivos a 7.000 millones de usuarios diarios. H

*Arquitecto