En el 2015 se desarticuló la mayor red de pornografía infantil de España, con el epicentro en Barcelona y Tortosa y con ramificaciones en otros lugares. Este noviembre se celebró el juicio en la Audiencia de Tarragona, con tres de los principales responsables fugados, bajo la acusación de delitos continuados de corrupción de menores para producción y distribución de material pornográfico. Siete pederastas inmersos en una organización criminal que captó como mínimo a 103 menores para rodar centenares de videos adquiridos por casi 600 hombres en 45 países a lo largo de unos 15 años. Hasta aquí, las cifras conocidas. Las pruebas de un entramado que aunaba maldad intrínseca y desmedido afán de lucro, absolutamente amoral, con la circunstancia agravante que se aprovechaba de las circunstancias críticas de unos menores desamparados (algunos tutelados por la dirección general de Atenció a la Infància i l’Adolescència, DGAIA) para captarlos como víctimas, a cambio de pequeñas cantidades de dinero o de drogas.

El infierno existe en la tierra y, en este caso, se localizaba en una casa en las afueras de Tortosa. Las primeras sospechas, sin pensar que se trataba de un caso de estas dimensiones, las puso en conocimiento de los Mossos la responsable de la DGAIA en les Terres de l’Ebre. A partir de allí, la acción conjunta de la policía, fiscalía e instituciones, permitió no solo una investigación por abusos sexuales sino el desmantelamiento del entramado criminal, gracias al buceo en la terrible cantidad de perversión, más de un millón de imágenes abominables que pasaban ante los ojos de los investigadores, y al establecimiento de conexiones que ahondaron en la esencia de la trama. Una labor incesante y demoledora para la conciencia de quienes se sumergieron en el estercolero. El daño a las víctimas es ya irreparable, pero el mérito de quienes acabaron con el abismo oscuro de la depravación es un canto a favor de la responsabilidad social y de las estructuras de la justicia. Para que nunca más vuelva a ocurrir.