En el artículo de junio me ocupé de las enfermedades que azotan el presente europeo: la epidemia que amenaza mortalmente la salud de cientos de miles de personas y la emergencia climática. Los laboratorios buscan la vacuna salvadora del peligroso virus; la Comisión Europea hace planes para combatir las alteraciones del clima y la contaminación que acaba, de manera silenciosa, también con muchos miles de vidas año tras año. Pero, ¿cuáles son las medicinas definitivas para proteger a los europeos de ese tipo de peligros? La buena educación de los jóvenes europeos y el progreso de la investigación en la Europa científica, sin duda.

Tras la firma del Tratado de París en 1814, cuando hacía apenas escasos meses que Talleyrand había pactado con las monarquías absolutas vencedoras de Napoleón su destierro a Elba, Saint-Simon con la colaboración de su discípulo Augustin Thierry publicó un breve libro que llevaba por título De la reorganisation de la societé europeenne. En él exponían los principios sobre los cuáles fundar una paz duradera en Europa, mediante el desarrollo de la ciencia y la industria. Una utopía apasionada para aquel tiempo, conocida era la pasión vital que movía a Saint-Simon.

Saint-Simon proponía ya entonces la planificación de una «instrucción pública» extendida a todos los países europeos y afirmaba que Europa era un espacio de civilización.Decía al respecto que «una cierta idea del desarrollo de los conocimientos coincide con la historia de los europeos». Luego, ya hace más de doscientos años, ya se formaba un cierto germen de la Europa de la educación y la ciencia.

Diversos pensadores, escritores y políticos compartieron en los decenios siguientes el impulso saintsimoniano de hacer de la educación de los jóvenes europeos, fundada en principios compartidos, y los avances científicos losdos ejes vertebradores de la integración de los pueblos de Europa en un proyecto político común. Giuseppe Mazzini, Berta von Shuttner, Victor Hugo… Así hasta nuestros días. El propio Jean Monnet, nombrado Ciudadano de honor de Europa en 1976, en una entrevista publicada poco después de Mayo del 68, pasaba revista a su vida dedicada a la unificación europea, y decía que «si volviese a comenzar, empezaría por la educación».

El Tratado de Roma de 1957, primer paso de construcción de la Unión Europea actual, no recogía ninguna referencia directa a la educación formal. La nueva Europa nació con una concepción economicista y la educación era considerada cuestión exclusiva de cada Estado. Ello le valió ser calificada despectivamente por algunos como la Europa de los mercaderes. Quince años más tarde, en 1973, se publicó el Informe Janne, que llevaba por título For a Community policy education. En él se proponíaque existiesen enseñanzas con una dimensión europea, comunes para todos los países, el aprendizaje de idiomas o el reconocimiento mutuo de diplomas. Debía su nombre a Henri Janne, ilustre humanista y ministro de educación belga que había sido rector de la Universidad Libre de Bruselas.

Pero es con Jacques Delors cuando se consolida la importancia de la educación en el proyecto europeo. Además de libros con un gran impacto, tal es el caso de La educación encierra un tesoro, Delors aportó un principio de extraordinario valor: la vinculación entre educación, formación y empleo. En aquellos mismos años se inició el Programa Erasmus, en 1987. Un decenio después le siguió la iniciativa, plasmada en las declaraciones de la Sorbona de 1998 y de Bolonia de 1999, de colaboración entre las universidades europeas para la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES).

El año pasado, al EEES le siguió la convocatoria para la creación de las denominadas universidades europeas, mediante las alianzas entre campus de varios países. Así secrearon diecisiete universidades europeas en 2019, en las que participan 114 instituciones de educación superior de 24 estados miembros. Entre ellas hay 11 universidades españolas. Una prioridad esencial de esta estrategia conjunta, y a largo plazo, consiste en la consolidación de equipos trasnacionales dentro de la Unión Europea dedicados a la creación del conocimiento.

La ciencia es la segunda componente del eje vertebrador de Europa sobre el cual esbozo esta reflexión. En el Consejo Europeo de Lisboa del año 2000 se proponía la creación de redes de programas nacionales y conjuntos de investigación científica y técnica en Europa, la atracción de talentos científicos y la mejora de condiciones para que aumentase la inversión privada en actividades de investigación.

Al cabo de 20 años, los resultados de los programas-marco europeos de investigación son bastante satisfactorios. El más reciente, el programa Horizonte 2020, se ha ocupado tanto de la ciencia básica como de la innovación industrial, y ha establecido como campos prioritarios asuntos de tanto valor como el cambio climático, el transporte sostenible, la seguridad alimentaria, el envejecimiento de la población o las energías renovables. Ya está diseñado el programa que le sucederá: Horizon Europe 2021-2027.

La idea de unir a los europeos en torno a la educación y la ciencia es muy poderosa. Para muchos universitarios e investigadores puede representar su leitmotive existencial. Los pasos dados y los planes previstos en cuanto a la educación superior de los europeos parecen positivos. Los últimos decenios de colaboración entre investigadores de unos países con otros, de alianzas entre sus universidades, constituyen igualmente una base sólida para el desarrollo de grandes proyectos que aglutinen nuestra Europa. Pero todavía hace falta mucho más protagonismo de las universidades.

El futuro parece que abre unas expectativas insospechadas hasta ahora. El cambio climático, y las consecuencias catastróficas que se anuncian por una insostenible contaminación generada por el consumo desenfrenado, da una oportunidad a Europa de protagonizar, mediante adecuados resultados científicos y sus aplicaciones, una evolución hacia un mundo más saludable y «vivible».

El programa Sustainable Europe Investment Plan, para la neutralidad climática en 2050, anunciado en enero por la Comisión Europea, puede orientar la respuesta adecuada a las angustias que generan en la ciudadanía las reiteradas agresiones al Planeta.

Los movimientos de los jóvenes y su capacidad de apasionarse, confrontados con aquellos que solo se interesan por su enriquecimiento insolidario, acaso sea una nueva forma de recuperar el espíritu de Saint-Simon dos siglos después.

Bon estiu i vacances prudents!

*Rector honorario de la Universitat Jaume I