El problema de la vivienda ha sido una de las manifestaciones de la crisis que nos ha sacudido en la última década. Tuvo, y tiene, su manifestación más dolorosa con los desahucios que sufren, de forma inclemente, quienes no pueden afrontar las obligaciones de una hipoteca o el pago del alquiler. De ahí se ven abocados a la exclusión social, a vivir en una situación de pobreza, con muy pocas posibilidades de vuelta atrás. En los últimos años, la labor de plataformas antidesahucios, las movilizaciones y un cambio en la actitud de las instituciones han frenado un goteo que llegó a ser insoportable y que dejó duras imágenes de una lacra de nuestra sociedad.

Especialmente desgarradoras fueron aquellas protagonizadas por gente mayor, por ancianos desahuciados de sus viviendas. Pero el problema también tiene otra cara opuesta, y menos visible, que es la de los niños y menores. Psicólogos y especialistas advierten del trauma que supone para ellos ese abandono forzado del nido, el verse obligados a cambiar la que ha sido su casa. Algo que, advierten esos psicólogos, afecta en mayor medida a los adolescentes que a los niños de corta edad, que no son tan conscientes del drama que supone para toda la familia.

Evitar que esa situación deje huella en los menores es una cuestión de complicada solución. Y corresponde en primer lugar, apuntan los especialistas, a los padres intentar que se desarrolle con la normalidad que sea posible. Les toca intentar transmitir una imagen de seguridad para evitar que el menor perciba el problema que se vive en su entorno más próximo, y que puede tener la consecuencia añadida del fracaso escolar. Es este un propósito deseable, pero de difícil concreción porque esos padres a quienes apelan son las primeras víctimas de la sensación de inseguridad, inestabilidad y enorme estrés que acompaña a un desahucio. Su acompañamiento, por lo tanto, no puede ser único, y correspondería a las instituciones, al margen de garantizar ingresos mínimos a esas familias, proponer medidas y recursos a través de programas de los servicios sociales para frenar el impacto. Hoy, sin embargo, solo algunas entidades con el apoyo de psicólogos voluntarios intentan suturar esa herida emocional en los menores. Su labor, como en tantos otros ámbitos solidarios, precisa de mayor acompañamiento.