Esta pandemia es una horrible pesadilla de la cual extraeremos, sin duda, valiosas experiencias que, tal vez, nos ayuden a percibir la vida de otra manera. Y creo que estamos aprendiendo cosas como pensar en el otro, ser solidario, reconocer el trabajo de quien nos cuida, estrechar lazos familiares…

Sin embargo, razones que no entendemos, pero que acatamos, provocan una desazón en nuestros sentimientos que producen dolor e indignación. Son las lógicas restricciones impuestas como la atención a los moribundos, pues sabido es que lo terrible más que la muerte es el morir.

La Muerte, que tiene buena memoria, no se olvida de nadie; eso lo sabemos. Pero el acto de morir que precede a la muerte es el adiós a la vida, más terrible que aquella y, sobre todo, la soledad en que ahora, con esta epidemia, está provocándose. ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!, decían los versos de Bécquer. Morir en absoluta soledad, sin la compañía de los más allegados familiares o sin los auxilios espirituales para los creyentes, es muy duro.

«Es mi abuela y se va a morir: dejadme que me despida». Era la voz angustiosa de una mujer. Algo que en esta época oiremos más de una vez. ¿Qué hacer? Hay que evitar la muerte en soledad y la angustia del aislamiento. Italia, y otros países, han habilitado recursos con los que comunicarse, herramientas para, eso sí, tener una muerte digna y acompañada.

*Antropólogo y etnólogo