La decisión de suspender las fiestas de la Magdalena, como las de tantas celebraciones patronales y de carácter ancestral en las ocho comarcas castellonenses, obedece a una premisa inapelable que parece olvidarse arteramente a pesar de que persisten los contagiados y los fallecimientos por doquier, en esa espiral en la que (mal)vivimos desde hace dos meses por el covid-19.

Tradiciones atávicas como els pelegrins de les Useres o el bou al carrer, actividades musicales y culturales de marcado carácter popular en tanto que multitudinarias, o los argumentos económicos que, en el caso de la Magdalena, suponen dejar de ingresar cerca de 20 millones de euros, deben aparcarse y no esgrimirse en el tajamar de ese buque que no altera su insidioso rumbo contra los respectivos equipos de gobierno que han tomado decisiones tan antipáticas para la opinión pública. Castelló, como el resto de pueblos de la provincia, no podía abstraerse de esa realidad que ya ha dejado el calendario sin convocatorias tan importantes como la Feria de Abril, San Fermín y las Fallas, por citar las más llamativas por su reclamo turístico.

Salvado el primer momento de un aplazamiento forzado, un parche fútil en espera de un milagro que nos impermeabilizara frente a la amenaza del coronavirus, finalmente ha imperado la lógica. La Magdalena no tenía sentido ni en mayo ni en octubre, no por lo impropio de unas celebraciones tan ligadas a una fecha concreta para acendrados puristas, el paroxismo de soca y hasta los agnósticos del costumbrismo pairal, sino por el manifiesto riesgo que todavía permanece latente.

No es ninguna obviedad insistir en que sin salud no hay fiestas. Rendirse ante el mensaje procaz del peligroso inconsciente --por lo demás ruidoso-- que solo piensa en poder salir de marcha, o el demagógico alarmismo económico que constriñe nuestras vidas, devienen rebuscados silogismos. Por eso, y ante el irrefutable argumento sanitario, más que criticar hace falta aportar soluciones como la de programar de actividades paralelas que favorezcan el consumo y reduzcan el impacto económico. Incentivos para los comercios, la hostelería y el turismo frente a la crítica facilona.

Pero esa profiláctica suspensión de las fiestas obedece también a un alegato solidario. Solo una sociedad irrespetuosa es capaz de estar cantando y bebiendo mientras el vecino sufre en silencio la muerte de sus seres queridos. Solo una sociedad insensible pone en peligro la razón misma de la superioridad de nuestro género, su capacidad de convivencia, su filantropía, la hermandad entre las personas, la piedad, la convivencia. La condición humana puesta en entredicho.

Ya resulta, más que curioso preocupante, que exista cierta unanimidad, más allá de alguna voz discordante y las más de las veces ajena incluso al cainismo político, hasta el extremo de consensuar la suspensión de las fiestas como medida preventiva ante la prolongada crisis sanitaria internacional y, sin embargo, se abogue por recuperar las competiciones deportivas como válvula de escape, como garante de esa vuelta a la normalidad, que se antoja imposible en todos los estamentos sociales, siendo la única verdad que lo sostiene el negocio que conllevan, por muchas medidas adoptadas y riesgos que digan haber salvado. Pero ese debate, más que sarpullidos levanta facturas.