Querido lector, el domingo fui a comer con unos amigos y, para variar, empezaron con la típica discusión política. La que simplemente repite lo de: “todos son iguales”.

La verdad es que, a pesar de que uno de ellos, el que decía que todos los políticos no son iguales, me invitaba a intervenir, no le hice caso y me fui a mangonear por la cocina. Y es que, estas desavenencias que se repiten siempre entre los mismos y que en teoría son amigables, además de ser políticamente improductivas y tan solo aportan algún innecesario sofoco que, normalmente, suele venir acompañado de una dura reprimenda por parte de tu pareja. Me refiero a aquello de: ¡Esto no puede continuar! ¡Terminaremos perdiendo amigos! ¡En vez de divertirnos vamos a sufrir! Además, mi experiencia dice que en las tertulias de estas características suelen estar y participar esos personajes que, según Daniel Innerariti, se les podía calificar de “idiotés” (en la Grecia clásica, el que no se implica en asuntos públicos). Se refiere a quienes les importa un rábano la política y lo público y, si alguna vez les interesa y se acercan a ella, lo hacen bajo una lógica de observador exterior que no es de ciudadano comprometido y responsable de la cosa común. Pero que en este tipo de chácharas asume de papel de tribuno de la demolición de la utilidad de la política. Así es que, me quité de en medio.

Pero lo que más me jode, permíteme la expresión, es que aunque los políticos no son todos iguales y los hay de honrados y de sinvergüenzas, la verdad es que vivimos en unos momentos y en un mundo con problemas difíciles y complejos en el que, mande quien mande, perduran sin solución los problemas esenciales (los mercados tienen más peso que los electores, muchas decisiones no se toman con criterios democráticos y políticos, los jóvenes tienen su futuro truncado, el bien común no aparece, etc.). Circunstancias que hacen que, en este tipo de debates, tan repletos de confianza y lógico malestar (la situación no es para menos) se suele distraer el rigor del análisis y la conclusión y, casi siempre, al final, se acaba acusando de todos los males sociales al inmenso poder de la política cuando es indiscutible que, el problema, el que provoca su descrédito, tiene ver con su debilidad, con la pérdida de su utilidad social, de su función reguladora y de su capacidad para hacer frente desde posiciones progresistas a los cambios que se reclaman.

Querido lector, no son todos iguales. Existen los que aceptan las imposiciones de lo que se llama mercado y, también, los que frente a la injusticia social intentan soluciones desde la política con esperanza. No es fácil. H

*Experto en extranjería