A menudo rehuyo la palabra normalidad. Porque a veces no he formado parte de lo que llamaban normalidad y he tenido que hacer esfuerzos o bien para formar parte o bien reivindicar la diferencia. A menudo he querido vestir de resistencia y valentía el hecho diferencial, pero mentiría si no dijera que he intentado también someterme a los estándares.

Todo el mundo, alguna vez en su vida, ha querido encajar dentro del término normalidad: para no desentonar, para no llamar la atención, para no ser el foco hacia donde se dirigen las miradas.

Y estos días que hablamos de nueva normalidad me lo pregunto. ¿Nueva normalidad? Cuando la normalidad ha estado siempre tan sujeta a los grandes poderes sociales. Cuando la normalidad era que las mujeres de la liga femenina de béisbol, por ejemplo, jugaran con falda corta y se quemaran las piernas por no llevar pantalones largos como los hombres. Y aquello, en algún momento, también fue la normalidad. Y no la cuestionaron.

Y normalidad significa, hoy, que si traspasas una línea imaginaria que hemos denominado frontera, tienes menos derechos o privilegios. Normalidad fue no poder estimar a quien querías y tener que esconderte. Normalidad significa no reconocer el trabajo de los creadores y crear un marco laboral para que puedan vivir del trabajo que hacen. Normalidad era no poder votar. Y anormalidad puede querer decir, para unos cuantos, nacer dentro de un cuerpo que se te rebela.

La normalidad ha sido siempre un problema, porque la hemos hecho variar en función de los intereses de unos cuantos privilegiados.

La normalidad han sido tantísimas injusticias, discriminaciones y desigualdades, que da miedo tener que crear una nueva sobre los mismos cimientos, los mismos poderes, las mismas perspectivas de siempre. No tiene nada de nuevo. Hay normalización. Pero ¿normalidad?

*Escritora