Los tiempos cambian. En estos últimos años, la tecnología, que no para de evolucionar, ha llenado esta playa entre el Torreón y el Voramar de nuevos instrumentos para hablar, leer, informarse o pasárselo bien. Hasta hace unos años, era normal ver a las gentes en la playa, leer libros o periódicos. Entre los libros, especialmente novelas. Desde siempre, ha sido normal para los que madrugan encontrarse libros entre la arena. Poco a poco, yo mismo, aunque sin madrugar demasiado. Fui guardando libros que me encontraba en la playa, cuando empezaba a construir mis castillos y torres de arena. Y como tengo costumbre de leer -he sido librero, ya sabéis--, pues he ido leyendo aquellas novelas que me encontraba.

Hoy me apetece describir algunos rasgos de algunas. En primer lugar, Tiempo de inocencia, de Carme Riera. Recordar es volver a pasar por el corazón. Y eso es lo que hace la autora en esta novela sobre la memoria. Páginas en las que rescata la Mallorca en la que creció, sus olores y sus sonidos. También los orígenes de su bisabuelo, las historias que contaba su abuela, las casas de la familia, los objetos, las costumbres… La vida, en general.

La gran Marivián, de Fernando Aramburu. Ha muerto la gran Marivián, el rostro oficial del régimen. Que era una gran actriz, nadie lo duda. Ni que era hermosa. Pero hay tantas Marivián como personas la conocieron. Según unos, fue una heroína de la clase revolucionaria; según otros, la encarnación femenina del mismísimo Satanás. Un periodista reúne y aglutina testimonios sobre la diva, sus éxitos, sus escándalos y sus infortunios.

Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, de Álvaro Pombo. El padre Abel se ha suicidado. Pero si la causa de su muerte es evidente, ¿por qué el prior decide declarar el hecho como muerte accidental? La comunidad religiosa de la Gorgorocha se siente abandonada por Dios. Y aunque la versión oficial funciona con las autoridades, los medios de comunicación no se tragan el anzuelo. El mundo de lo profano contra el de lo sagrado.

La invención del amor, de José Ovejero. A Samuel le anuncian por teléfono la muerte de Clara. Un accidente trágico, le dicen. Por sortear a un peatón, añade la voz al otro lado de la línea. Sin darse cuenta, quizás por educación, él atiende la llamada y se deja llevar. El problema es que no conoce a ninguna Clara, de eso Samuel está seguro. Por simple curiosidad, asiste al funeral. Poco a poco se irá dando cuenta de que amigos y conocidos de la difunta conocían una relación que, según él, jamás existió.

Solsticio, de José Carlos Llop. La familia Llop pasa las vacaciones estivales en una batería de costa. Son los veranos de la niñez, entre los cinco y los doce años, que ahora regresan de golpe, lo mismo que el Simca color cereza en el que viajaban y aquella Arcadia feliz llamada Betlem, en la bahía de Alcudia, donde la literatura empezó a abrirse paso dentro de José Carlos Llop.

Me hallará la muerte, de Juan Manuel de Prada. Antonio Expósito es un ladronzuelo de tres al cuarto que, al tropezarse con la justicia, opta por poner distancia de por medio y alistarse en la División Azul. En sus filas conoce a Gabriel, con quien guarda un extraordinario parecido. A la muerte de este, decide pasarse por él. Convertido en otro, regresa a España. Desde entonces, se verá acosado por su propio secreto.

Fábulas del sentimiento, de Luis Mateo Díez. Narraciones que recrean el amplio abanico de la «comedia humana» desde los misterios de la adolescencia hasta la generosidad de la vejez. En realidad, esta obra, recomendada para exploradores del alma humana, está considerada como la cima literaria del autor leonés.

Y, por último, Estaba en el aire, de Sergio Vila-San Juan. La novela, que ganó un Premio Nadal, nos sitúa ante la Barcelona de los años sesenta. Es el momento en el que está triunfando el programa radiofónico Rinomicina le busca. Y en torno a él, mil y un personajes que configuran un retrato mágico de un país que despierta de la guerra. Un libro dirigido para los locos por la radio.