Ciertamente, las formas son mejorables. El PSOE y el Partido Popular siempre se han repartido mediante la fórmula de cuotas la composición del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), y también han acordado su presidente, por mucho que sobre el papel constitucional sean los 20 vocales que forman el Consejo los que deben elegirlo. El día en que tendrían que haberse hecho públicos los candidatos a vocales que deben refrendarse en las Cortes, se ha sabido quién será el presidente que han acordado populares y socialistas. Es comprensible el malestar del mundo de la judicatura, que ha convocado una huelga el próximo lunes en la que, entre otras medidas, se exige justamente el fin de esta forma de elegir el órgano rector de los jueces. Que siempre se haya hecho así no justifica la escasa preocupación por las apariencias llevado a cabo ahora.

Pero, más allá de las formas, lo cierto es que la cúpula judicial afronta la renovación en un momento trascendental. El nuevo presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo (TS) que han acordado PP y PSOE es Manuel Marchena, un magistrado conservador que, como presidente de la Sala de lo Penal del TS, iba a encabezar el tribunal de siete magistrados responsable de juzgar a los políticos y activistas catalanes encausados por el procés. En la terminología que se usa en el mundo jurídico, Marchena, un conservador, presidirá un CGPJ que contará con ligera mayoría progresista. En un momento en que el TS y, en general, la judicatura están siendo cuestionados por la ciudadanía a cuenta de sentencias muy difíciles de explicar y entender, como la de la Manada y la de las hipotecas (con sus idas y venidas), la sustitución de Carlos Lesmes es una oportunidad para empezar el proceso de reformas que tanto necesita el mundo de la justicia.

Mención aparte es la influencia que tenga este cambio en la cúpula judicial en el juicio del procés, que está previsto que empiece a principios del próximo año. Ante el que, sin temor a exagerar, puede calificarse como el juicio más importante del periodo democrático, el Tribunal Supremo no puede llegar con dudas sobre su imparcialidad ni tampoco lastrado por problemas de credibilidad. Es crucial para la justicia, los derechos de los procesados y la convivencia que los jueces trabajen con independencia, manejando tan solo consideraciones legales sin apriorismos políticos e ideológicos. Hay mucho en juego en ese juicio.