Afortunadamente, el falso tópico que en épocas pretéritas asociaba el peso de un niño a su salud ha menguado a medida que los ciudadanos han adquirido información sanitaria. Así, ya casi nadie desconoce la inconveniencia de que, al igual que sucede con los adultos, los menores pesen más kilos de los que les corresponde por edad y constitución. Es más, en su caso la gravedad es mayor, por cuanto el impacto que la obesidad causa en el organismo de un niño puede marcarle de por vida, con efectos tan perniciosos como alteraciones coronarias, metabólicas y articulares. Sin embargo, el exceso de peso apenas ha bajado en los últimos años, y la crisis ha acentuado un fenómeno tan previsible como preocupante: son los hijos de las familias de clase baja quienes más obesidad presentan (el 20,1% frente al 9,6% en familias de clase alta), un efecto directo de la ingesta de alimentos baratos y con más grasas y azúcares. El margen de actuación de los poderes públicos es escaso, y se limita al control de los menús escolares, donde ya ha habido avances. Aunque sus efectos no se noten de un día para otro, las campañas de sensibilización y los programas sanitarios son claves. Como clave es, por muchas más razones que la obesidad infantil, reducir la pobreza en nuestro entorno.