La pandemia del coronavirus se está gestionando mucho peor desde la política y la comunicación institucional que desde el ámbito sanitario y científico. La falta de lealtad entre las instituciones, la multiplicidad de portavoces y de mensajes, a menudo contradictorios, y el partidismo en el juicio sobre determinadas medidas están abriendo una sima entre los dirigentes y la ciudadanía. Las tormentas en un vaso de agua, como el infortunio de las palabras del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, son relativamente importantes. También lo podrían parecer las declaraciones de la consellera de la Presidència de la Generalitat catalana, Meritxell Budó, en el sentido de que en una Cataluña hipotéticamente independiente hubiera habido menos contagiados y menos muertos. Pero no lo son. En primer lugar, porque no se ha disculpado por lo que podría parecer un exceso verbal. Y en segundo lugar, porque ese razonamiento hay que ponerlo en conexión con la actitud de Quim Torra, desde pocas horas antes de la declaración del estado de alarma. Torra ha utilizado su cargo institucional para practicar una deslealtad sistemática que pretende, antes que nada, sacarse de encima sus propias responsabilidades en la gestión de esta emergencia.

La gestión de las residencias de ancianos no ha estado a la altura, el confinamiento total de Igualada y la Conca d’Òdena no dio los resultados anunciados, la provisión de material de protección para el personal sanitario no ha sido modélica, la realización de test ha seguido la tendencia general de España. Y así se podría decir con muchas otras cosas. De ello deben rendir cuenta Torra.