La única certeza de la vida es la muerte. No es un oxímoron recurrente, es empirismo puro. Morimos de vivos y, ante tan incuestionable verdad, nunca acertamos a reaccionar.

Camilo José Cela dejó escrito que “la muerte llama, uno a uno, sin olvidarse de uno solo, y los que vamos librando, saltando de bache en bache, jamás llegamos a creer que fuera con nosotros su cruel designio” (Pabellón de reposo). Ciertamente, permanecemos ajenos a esa cita ineludible, a veces hasta los estertores. Gabriel García Márquez intentó alertar a Santiago Nasar de la llegada de una muerte vengativa y cruel, pero éste se sabía tan inocente de robar la virginidad de Ángela Vicario, que ni siquiera creyó posible su final ni aún mientras los gemelos hermanos de la ofendida le destripaban (Crónica de una muerte anunciada). Ante su sola amenaza no pocos dirigen su rabia hacia el infinito, como Zorrilla: “Llamé al cielo y no me oyó/y pues sus puertas me cierra/de mis actos en la tierra/responda el cielo, no yo” (Don Juan Tenorio).

Quevedo resuelve con honda resignación en un paralelismo clásico en la literatura española: “No olvides que es comedia nuestra vida/y teatro de farsa el mundo todo/que muda el aparato por instantes/y que todos en él somos farsantes;/acuérdate que Dios, de esta comedia/de argumento tan grande y difuso,/es autor que la hizo y la compuso./Al que dio papel breve/solo le tocó hacerle como debe;/y al que se lo dio largo,/solo el hacerle bien dejó a su cargo./Si te mandó que hicieses/la persona de un pobre o un esclavo,/de un rey o de un tullido/haz el papel que Dios te ha repartido;/pues solo está a tu cuenta/hacer con perfección el personaje,/en obras, en acciones, en lenguaje;/que al repartir los dichos y papeles,/la representación o mucha o poca/solo al autor de la comedia toca” (Epicteto y Phocilides), obra de la que se dice inspira a Calderón (El gran teatro del mundo), de quien no oculto mi predilección por los monólogos de Segismundo: “Qué delito cometí/contra vosotros naciendo;/aunque si nací, ya entiendo/qué delito he cometido:/bastante causa ha tenido/vuestra justicia y rigor,/pues el delito mayor/del hombre es haber nacido.”. Y acaso el más celebre: “Es verdad, pues: reprimamos/ esta fiera condición/esta furia, esta ambición,/ por si alguna vez soñamos./ Y sí haremos, pues estamos/en mundo tan singular,/que el vivir solo es soñar;/ y la experiencia me enseña,/que el hombre que vive, sueña/lo que es, hasta despertar./Sueña el rey que es rey, y vive/con este engaño mandando,/disponiendo y gobernando;/y este aplauso, que recibe/prestado, en el viento escribe/y en cenizas le convierte/la muerte (¡desdicha fuerte!);/¡que hay quien intente reinar/viendo que ha de despertar/en el sueño de la muerte!/Sueña el rico en su riqueza,/que más cuidados le ofrece;/sueña el pobre que padece/su miseria y su pobreza;/sueña el que a medrar empieza,/sueña el que afana y petende,/sueña el que agravia y ofende,/y en el mundo, en conclusión,/todos sueñan lo que son,/aunque ninguno lo entiende./Yo sueño que estoy aquí,/de estas prisiones cargado;/y soñé que en otro estado/más lisonjero me ví./¿Qué es la vida? Un frenesí./¿Qué es la vida? Una ilusión,/ una sombra, una ficción,/y el mayor bien es pequeño;/que toda la vida es sueño/y los sueños, sueños son” (La vida es sueño).

De nuevo en el siglo XX, arrolladoramente pragmático, Cela advierte que “la vida es lo que vive, dentro o fuera de nosotros, nosotros solo somos su excipiente como dirían los boticarios” (La Colmena, prólogo). O aquel otro de tintes autobiográficos, “la vida no es más que un minúsculo y pasajero tránsito sin mayor importancia” (La rosa). De igual modo, la triste historia de Eloy Núñez, aquel funcionario jubilado a quien se le fueron muriendo los amigos, olvidado por su hijo notario y despreciado por sus compañeros de trabajo, y a quien de pronto le surgió la hoja roja en el librillo de su papel de fumar, aquella que marcaba la proximidad del final, en una de las brillantes y desgarradoras metáforas de Miguel Delibes (La hoja roja), hasta que lejos de conformarse o descargar su frustración, se rebeló contra todo y afrontó con espartana dignidad el resto de sus días. Otro personaje de Delibes, el arqueólogo Jero, se pasa toda la novela buscando un tesoro y, forzado a abandonar, escapa orillando relejes (sic), hasta darse de bruces con el suyo, el reencuentro con su fiel y desatendida novia, su nueva vida.

Parecerá fácil argumentarlo, pero me hubiera sido imposible ese positivismo que intento colegir de tan pedante exordio y que pretendo vender innato en mí sin contar con la inestimable ayuda de Carlos, mi sufrido y noble hermano, y mi imprescindible mamá Carmen. Ni ellos mismos saben lo que me han aguantado en su silente auxilio. Ellos han sufrido conmigo el cáncer de colon y, ahora, devienen insustituibles para un renovado mañana, junto al generoso cariño de Ana, María y Ester, con el recuerdo siempre indeleble del papá, Pepe el Blanco, y de toda la familia Beltrán Lamaza. Sin olvidar el derroche de muestras de afecto recibidas y, especialmente, la discreción y el respeto dispensados hacia mi persona.

Y como lo importante no es el fin, no necesito esperar a que todo salga bien, que saldrá, para expresar el mayor de los agradecimientos al doctor Jesús Nomdedéu Guinot y al equipo de cirugía digestiva. Su certero diagnóstico, su precisión y destreza quirúrgicas, junto a su reconocida profesionalidad, solo son comparables a su afabilidad, salvando así el riesgo de que sucumbamos anónimos en una inhumana lista de víctimas de esta enfermedad. Él me ha vuelto a situar en el escenario de la vida, aunque ahora me reconozca ahogado en dudas y tribulaciones, me confiese egoísta con los de mi sangre, más interesado que generoso con los amigos y mediocre en lo profesional. Por todo ello, quiero aprovechar este regalo que me depara mi personaje para solicitar humildemente la indulgencia de quien me hubiera sufrido.

También quiero acordarme de Juan Antonio García y el servicio de endoscopia; de la responsable del servicio de ostomía, Encarna Morales; del equipo de enfermería, con la supervisora Tere Claramonte al frente; de los celadores como Susana Guillén, sin olvidarme del auxilio de mi incondicional amigo Vicente, así como de mis apreciados Juan, Emilia, Ana, Inma, Mari Carmen. Gracias a todo el personal del Hospital General Universitari de Castelló, a quienes incluso disculpo el trato de usted con el que cortés y graciosamente se empeñaban en afearme esa edad que tantas veces he negado, en otra forma ridícula de escapar del destino, pretendido siempre joven, cual Fausto o Dorian Gray de pacotilla, que aprovechaba “cuando la vida aún no tuvo ocasión de gobernarnos” (Pabellón de reposo), pues que en puridad siempre hice lo que quise en aras de cumplimentar aquella máxima de mi estudiado Winston Churchill: “Para ir a la guerra -que otra cosa no es la vida—con una sonrisa”. A fin de cuentas, remata Cela, “Dios da la juventud -la vida, colijo—como un manjar de premio y de esperanza a quien sonríe eternamente, a veces hasta inconscientemente, a la adversidad”.

*Periodista