Acabo de llegar de la farmacia. El psiquiatra me ha cambiado la medicación y he tenido que vaciar en el punto SIGRE, el cubo de reciclaje farmacéutico, una caja de pastillas sin abrir del viejo estabilizador del ánimo que según el doctor ya no me hace efecto.

El diseño del envase que da vida al fármaco prescrito es sumamente práctico. En su interior se cobija un blíster donde se disponen los comprimidos debajo de una lámina que inserta por separado los días de la semana. Un día para cada hueco.

Un método que permite la dichosa adherencia al tratamiento. Es difícil que te olvides de tomar la medicación. Basta con que coincida el día de la semana con el que está apuntado en el estuche.

Me aburre el empecinamiento de ciertos psiquiatras que pretenden aliviar el sufrimiento de los afectados por alguna patología psíquica solamente con recetas. No soy enemigo de la farmacia pero tampoco de la terapia. Estoy convencido de que tratar la diversidad mental solamente con la farmacología es como pretender sofocar un incendio solamente acabando con el humo. ¡Es imposible!

Podría asegurar que la falta de litio no es la única respuesta a mis sufrimientos. Una de las terapias que se está aplicando con buenos propósitos son los denominados GAM, Grupos de Apoyo Mutuo. Espacios en primera persona donde nadie se siente huérfano de personalidad.

Aceptando la invitación de un amigo madrileño con el que comparto la misma etiqueta diagnóstica, participé en la horizontalidad de un grupo de apoyo mutuo para dar una charla que abriría una mesa redonda. El tema que escogí para bautizar mi colaboración se titulaba palabras y pastillas. Por deformación profesional acostumbro a adornar de forma intencionada títulos que, en ocasiones, aparentan eslóganes promocionales.

Recuerdo el momento y lugar exacto donde nació la invitación: «Cuando pases por Madrid, dame un toque y participas en un GAM con nuestra gente», me dijo mi amigo al acabar mi intervención en el Café de las voces. Un café que ha tomado la hostelería como punto de encuentro para personas «que escuchan voces» y que comparten comanda con otros clientes accidentales ajenos al fenómeno, pero con ganas de aprender de la tolerancia.

Gracias a la Fundación que coorganiza el evento pude contar con mi aliado incondicional, Sergio, un actor cuyo papel en la serie televisiva Cuéntame da mucho que hablar. Nos inspiramos en Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz para dibujar, con humor y aires espirituales la relación de ambos santos con el sonido místico de las voces que decían disfrutar.

Mi amigo vuelve a insistir: «Aunque no todos los que componen en el grupo de apoyo escuchan voces, nos interesa tocar el tema. ¿Cuándo te pasas por la capital?» me preguntaba, para confirmar una fecha y preparar el acto con tiempo.

Palabras y pastillas se presentó meses después en un centro cívico del extrarradio, dentro de un habitáculo donde había más de dos enchufes. Los necesitaba para encender el PC, el cañón de vídeo y el micrófono.

Este último no hubo necesidad de conectarlo. La voz del grupo, sus brillantes comentarios acerca de sus experiencias más íntimas calificadas por muchos cobardes como enfermizas, me hizo desmontar mi montaje tipo masterclass y dejarme llevar por la sabiduría de mujeres y hombres sin complejos, que ponían en duda la relación contemporánea entre facultativo-afectado, que censuraban a los que siempre les han censurado: los supervisores.

No podía menos que darles las gracias por invitarme, me habían enseñado otra manera de relacionarme, de enfrentarme a mis flaquezas de un modo capaz de minimizar la angustia que comportan los delirios y alucinaciones auditivas. Una experiencia donde reinaba la escucha empática y la expresión auténtica.

Excuso, por decoro y respeto a las personas con las pude compartir esperanzas, relatar lo que allí escuché, tan solo diré que valió la pena. No solo son importantes las pastillas, también las palabras. Antes del tratamiento está el trato. H

*AFDEM