S igmundur David Gunnlaugsson, el hasta ahora primer ministro islandés, ha dimitido por los papeles de Panamá. Y su homólogo británico, David Cameron, ha admitido que tuvo acciones de una empresa offshore creada por su padre. Son las primeras víctimas políticas del escándalo. La sociedad del país nórdico, que ya sufrió el colapso de su sistema financiero en el 2008, no ha soportado ser engañada una vez más. Gunnlaugsson fue copropietario con su mujer de una firma radicada en las Islas Vírgenes británicas y al acceder al Gobierno vendió su parte a la esposa por un dólar. Y para mayor inri, la sociedad posee más de 3,6 millones de euros en deuda de los bancos por los que debe responder el Estado, es decir, los ciudadanos. Estas revelaciones han sacado a casi 20.000 islandeses a la calle en un país donde la población total es de 320.000 personas. El político liberal ha entendido el mensaje y ha presentado la dimisión. La certificación de los hechos dirá si el exprimer ministro ha cometido delito, pero su comportamiento merece la condena. En el caso de Cameron, habrá que ver el alcance político de su reconocimiento de los hechos, pero como señala el viejo adagio latino, nulla aesthetica sine ethica, no hay estética sin ética. Ni tampoco ética sin estética.