Barcelona fue una ciudad de paz. Un año después del brutal atentado, después de meses de disputas, desencuentros políticos y de utilización del trágico atentado, un emocionado, sobrio y sincero acto de homenaje supo conciliar, aunque solo fuera por unas horas, a la mayoría de los representantes políticos e institucionales con el objetivo de ceder todo el protagonismo a las víctimas, los únicos que debían ser y fueron el foco de atención. La ciudadanía también dio una lección de responsabilidad y respeto. Solo unas pancartas que mostraban su rechazo a Felipe VI, unos gritos extemporáneos a su favor y alguna manifestación minoritaria trataron de romper la tregua del día.

Si bien es cierto que algunos representantes políticos no desaprovecharon la ocasión para tratar de arrancar un titular e instrumentalizar el día, esa no fue la tónica general. En una jornada de tristeza, se imponía apelar a la convivencia y a la unidad frente al terrorismo.

El aniversario de tan aciaga fecha ya ha pasado. Pero el combate contra el terrorismo continúa. Y este debe seguir siendo una prioridad. Además del dolor, el 17-A ha dejado un legado de aciertos y fallos cuyo análisis resulta de gran importancia para profundizar en las tareas de prevención. Ante todo, cabe felicitarse por el compromiso y el excelente trabajo del personal sanitario y los Mossos. Es obligado reconocer que vivimos en alerta nivel 4 antiterrorista, que nuestras calles se hallan en el campo de mira del fanatismo y que nuestra seguridad es fruto del trabajo de las diferentes fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Pero la investigación de todo lo ocurrido debe continuar. El compromiso con la verdad nos atañe a todos. No solo porque la ciudadanía tiene derecho a saber y a ver despejada cualquier duda sobre lo acontecido, sino porque solo del conocimiento de los errores se puede aprender. Las sombras deben despejarse. En caso contrario, son alimento de teorías conspiranoicas irresponsables y profundamente dañinas. Su único interés es desestabilizar la convivencia y avivar el odio. Cuando se vierten sospechas terribles sobre los que se consideran adversarios políticos, la deshumanización es inevitable y las consecuencias, fatales. Para la convivencia, pero también para la democracia. Se impone buscar mecanismos para reforzar la coordinación policial. El análisis de los meses, días y horas previas al atentado desvelan que no siempre la información se compartió de modo óptimo. Resulta fundamental apartar los recelos corporativos y las cuitas políticas. Nos va en ello la seguridad.

La edad y la condición de los terroristas supuso un golpe para una sociedad abierta e integradora. Ahora sabemos que los mensajes fanáticos del imán no habían pasado desapercibidos en la comunidad musulmana de Ripoll. Es evidente que no se supo calibrar el peligro que entrañaba su conducta ni su letal influencia en los jóvenes. Parece necesario estrechar lazos a través del asociacionismo y el poder local para detectar ese tipo de amenazas. Así como seguir trabajando en la integración y las expectativas de futuro de los más jóvenes. Que el fanatismo no ocupe su ausencia. El combate contra el terrorismo es arduo y complejo. Necesita de la responsabilidad y la implicación de todos. No admite banalizaciones ni tentaciones de instrumentalización. Solo cabe recordar que los únicos culpables del horror son los terroristas.

Hace un año, la ciudadanía dio una lección de solidaridad. Al grito de «no tenemos miedo» defendió la paz y el poder de una sociedad que no quiere rendirse ante el temor y el odio. Esa es la mejor lección del 17-A.