Me he dado cuenta de que ya hacía tiempo que no había ido a que me hicieran un análisis de sangre. Pocas exploraciones sanitarias tan cómodas, sencillas y rápidas como esta. “Solo un pinchacito”, me dice la enfermera, con una sonrisa, y el diminutivo tranquilizador.

Es de agradecer, aunque yo ya tenga, a mi edad, una larga experiencia de pinchazos. No creo que el lector esté muy interesado por saber que yo tengo 6.800 leucocitos, y que según los métodos de potenciometría indirecta el resultado del análisis es de 140,00. Me da la impresión de que los médicos se vuelven cada vez más exigentes.

Pero vuelvo al pinchazo de la piel. ¡Qué maravilla, la piel! Soy un admirador de algunos animales por sus colores, la piel de los tigres, por ejemplo, de unos matizados marrones, la de los clásicos pingüinos, con negros y blancos, la de las serpientes, que parece que transporten un puzle, el negro de las cáscaras de los mejillones, que esconden un molusco de color amarillo... Y en el mundo vegetal, el verde de los guisantes tiernos.

Los humanos no tenemos un solo color para identificarnos como humanos, y no se trata, solo de una cuestión de razas. Somos una especie que inventa colores diferentes para cubrirse, con las protecciones artificiales del cuerpo adecuadas para combatir el frío y el calor. Y más libertad todavía. Elegimos las formas y colores para ornamentar nuestra piel.

Pero también, y esto ya no resulta tan bonito, hemos descubierto que podemos agredir a los demás miembros de nuestra especie incorporando encima de nuestra piel corazas bélicas y vestuarios artificiales sobre nuestra piel.

Unas poderosas y destructivas garras tecnológicas que destrozan y matan a los adversarios. Porque Caín no necesitó ningún arma sofisticada para matar Abel. Ni un uniforme bélico. Reconozco que hemos inventado un color. El caqui, como color de combate.