El pobre Gabriel Rufián era como el tío Tom de la cabaña, un inferior al que los dueños trataban con consideración por cómo de simpático y sumiso era, incluso a veces le hacían pequeños regalos, no sé, dejarle cantar un blues en la casa principal en Navidad, un escaño en el Congreso, detallitos así. Él pensaba que el colegueo que se llevaba con él la turba lacista era porque lo consideraban un igual, que no importaba ni sus apellidos sonoramente castellanos, ni su catalán acharnegado, ni sus rasgos inequívocamente obreros.

El tipo pensaba que el nacionalismo catalán --el independentismo no deja de ser nacionalismo-- era diferente del resto de nacionalismos, que no era racista y él era aceptado como uno más, con el único bagaje de su gracia en Twitter. En la que ha osado salirse del papel de tío Tom, es decir, de los principios fundamentales del movimiento lacista, le han dejado claro que si hasta ahora era tolerado --que no acceptado--, es porque ha servido a la causa.

No es que Rufián haya renegado --aún-- del proceso, no es que haya mandado a la mierda --aún-- a ANC, Òmnium, Puigdemont y los CDR de una sola tacada, nada de eso, solo se ha salido un milímetro de la línea marcada a fuego por quién sabe quién. A alguien con ocho apellidos catalanes se le puede consentir alguna veleidad, pero a un tal Rufián, a un charnego con ínfulas, no solo hay que linchar públicamente, es que ya iba siendo hora de que nos diera la oportunidad de hacerlo.

Escribió Julio Ramón Ribeyro que hay amores horribles que ultrajan el apellido de este sentimiento. El de Rufián con el independentismo era de esos, un amor entre un tipo de baja extracción social y una señorita de la alta burguesía catalana.

*Periodista