En las últimas semanas hemos asistido como espectadores involuntarios a los ataques más diversos cometidos sobre esculturas y obras de arte públicas. En algunos casos, los atacantes defendían su actuación como una forma de justicia histórica frente a esas representaciones que, para un individuo del siglo XXI, parece que son ajenas; en otros casos, simplemente son una forma de vandalismo velado bajo esa falsa idea de acabar con un pasado vergonzoso. Para los atacantes, estas obras son símbolos de un pasado obsoleto que incomoda cuando se ve bajo el prisma de lo que hoy en día se entiende por políticamente correcto.

Lo que está claro es que la humanidad en momentos de revueltas y crisis siempre ha mostrado su descontento con el poder establecido atacando aquellos símbolos históricos, consensuados, que forman parte del entorno urbano. Estas obras suelen ser reflejo de un pasado con el que se puede estar de acuerdo o no, pero que forma parte de nuestra Historia. Durante la Revolución Francesa se atacaron a los reyes de Judea de la fachada de la malograda Notre Dame de Paris, porque el pueblo los identificó como representación de los reyes y monarcas a los que querían derrocar; el 10 de marzo de 1914, una mujer acuchilla la Venus del Espejo de Velázquez en la National Gallery de Londres, para llamar la atención sobre el sufragio femenino; más cercano en el tiempo, todos tenemos en la mente a los grandes budas de Bamiyan en Afganistán dinamitados por un fanatismo que buscaba provocar a Occidente; o los ataques que el Bosque de Oma de Agustín Ibarrola ha sufrido desde el año 2000 hasta fechas recientes. En las últimas semanas les ha tocado el turno a esculturas de Cristóbal Colón, Miguel de Cervantes, Junípero Serra, Leopold II de Bélgica, diversas figuras religiosas, o la Mujer de Coslada de Antonio López, atacada por unos desconocidos. Estas obras han aparecido decapitadas, arrojadas al río o con pintadas por representar, según los atacantes, símbolos racistas o supremacistas de un pasado colonial que se quiere anular como si no hubiera existido, y al que se culpa de todos los males de esa sociedad en la actualidad; y en otras, no hay motivo, es aprovechar el momento para destruir, como se ha venido haciendo desde que hay arte público.

Estos ejemplos que he traído aquí sirven para mostrar que las actitudes iconoclastas trascienden épocas y tiene los más diversos motivos. Es cierto que tras todos ellos suele haber un descontento, y cierta impotencia del que ejerce ese vandalismo por no poder enfrentarse cara a cara a los que causan su frustración. Independientemente de los motivos o de la revisión histórica, que quizá exija retirar o no ciertos símbolos de nuestro entorno, lo que se muestra aquí es la falta de coherencia de una sociedad. Por un lado, exige y necesita de unas leyes que protejan y cuiden un pasado que es de todos y que debemos cuidar como un legado para las generaciones futuras; sin embargo, se niega a asumir que ese legado histórico pueda tener sombras, vistas con el prisma actual, pero que necesitamos conocer para poder abordarlas en su contexto correcto.

Muchas de estas obras atacadas, no todas, tienen además una doble lectura: artística e histórica. Un símbolo puede ser visto como algo negativo por lo que representa o a quien representa; pero su dimensión estética requiere que sea preservado, bien por ser ejemplo del trabajo de un maestro concreto, bien por ser de lo poco que queda de un movimiento artístico. Al final, atentar contra estos símbolos no deja de ser un ataque a nosotros mismos. Somos lo que somos por todo lo que ha pasado hasta llegar aquí. Asumir con madurez esa Historia, incluso la que puede ser muy incómoda, pero no por ello menos cierta, es una actitud propia de una sociedad que sabe ir hacia el futuro.

La Historia puede ser muy perturbadora, pero no por ello menos cierta. Aquí entramos entonces en un tema fundamental, la formación y el estudio. Esta columna tiene por título Contextos de Arte y, precisamente, ese contexto es fundamental para la comprensión de cómo hemos llegado hasta aquí. Retirar de los programas educativos esta disciplina fundamental para la sociedad, la Historia, trae estos lodos. Luego sí, cuando la Historia se la representa televisivamente, se extrañan de su éxito. Una pena.

*Directora del Instituto Moll