Vemos políticos llorando. Hace seis meses me hubiera parecido un sueño hecho realidad. A algunos me hubiera gustado entonces verlos verter lágrimas de ácido sulfúrico. Si se les disolvía la cara, hubiera gritado: ¡así que no era tan duro ese rostro de hormigón! Pero ahora, cuando por fin lloran con amargura delante de las cámaras, resulta que compartimos los motivos. Y los veo moquear en la televisión, los oigo sorber en la radio y percibo también la tensión de los que se contienen. Algunas caras largas suenan a saeta: procesiones que van por dentro.

No siento la alegría vengativa que me hubiera gustado. La desdicha de la misma clase política que nos ha conducido con torpeza y deshonestidad no me alegra. No se me levanta el júbilo viendo un mohín donde suele haber sonrisas cínicas. Al contrario: notar que padecen me acerca a los buenos y a los que lloran de impotencia por su propia negligencia.

Es el poder mágico de la lágrima: una sustancia peligrosa que corroe el sentido crítico y horada las defensas. Un líquido del que solo los psicópatas están inmunizados. Sé que la empatía es uno de los recursos favoritos de la propaganda. El más ruin puede fingir con soltura un llanto que parezca verdadero. Pero la verdad es que me da lo mismo que sean lágrimas sinceras o de agua del grifo, porque sé que nadie debería juzgarlos por los llantos que profieren, sino por los que nos evitan.

Así que no cambiaría mi intención de voto por un cleenex, ni mi opinión sobre la trayectoria de un político, pero sí reconozco que ciertas imágenes me conmueven. El virus se ha llevado por delante a algunos de sus familiares.

Admito esta debilidad. Tengo ganas de darle un abrazo hasta al político que me robaría la cartera. Por eso no entiendo a los que, desde lo más hondo de la trinchera, deciden si un llanto es fingido o verdadero, y lo deciden de antemano, según lo votado. ¡Como si ese fuera el problema! El político más inepto puede llorar con absoluta sinceridad. Y será el único momento en que merezca cierta simpatía.

*Escritor