Es obvio que las afectaciones sobre la vida cotidiana del covid-19 son múltiples y llenan conversaciones públicas y privadas. Una sobre la que oigo hablar en los medios con total naturalidad desde el primer día es la de la segunda residencia. Tendría la tentación, en este punto, de hacer un monólogo de Capri , pero no estoy de humor. Y tampoco quiero juzgar a nadie por tener o querer una. Solo propongo que como sociedad nos detengamos un momento sobre lo que significa, porque a veces pasamos tan deprisa sobre las cosas que nos hemos acostumbrado a no cuestionarlas.

En un momento en que estamos todos repensándonos casas, despachos, escuelas, CAP y hospitales, calles y parques, resulta que un problema recurrente desde el confinamiento y hasta este fin de semana mismo son los desplazamientos a la segunda residencia. Hemos visto caravanas desde las grandes ciudades, sobre todo Madrid y Barcelona, hemos visto fugas de extranjis de madrugada, aplanar la curva de la primavera, hemos pasado un verano, un comienzo de curso, altibajos en el número de contagios, vivimos surfeando como podemos la incertidumbre, pero la cuestión de la segunda residencia permanece inalterada.

No pretendo hablar de casos concretos, seguro que casi todas las historias son respetables. Lo que me pregunto es cómo hemos llegado a «normalizar» que necesitamos segundas residencias en un país pequeño como el nuestro, y cómo hemos montado toda la red viaria y la economía de determinadas zonas rurales y turísticas a su alrededor. Recuerdo el toque de alerta de la sanidad pública en la Cerdanya, cómo desde el Priorat pedían a la gente que no «bajara». Pensemos en ello y procesémoslo.

Mientras se vacían los centros de las ciudades y tenemos sintecho por un lado y pisos vacíos por otro, y varias comunidades autónomas de pueblos despoblados que ha transitado de la caseta i l’hortet a las grandes urbanizaciones, la pregunta sobre la segunda residencia es una de las muchas que deberíamos atrevernos a hacer. H

*Editora de libros