Los datos sobre el aprendizaje del inglés no son especialmente optimistas. El English Proficiency Index, elaborado por la organización Education First, es un barómetro de prestigio y sitúa a España en la cola de Europa, por encima solo de Francia e Italia. Hay muchos factores que inciden en este mal posicionamiento. Uno de ellos es posible que sea el hecho de contar con lenguas poderosas en cuanto a la magnitud de hablantes y tradición lingüística. Otros, por supuesto, en el caso español, son la herencia franquista del doblaje de películas y la poca predisposición de la sociedad, durante muchos años, a acceder al dominio de una lengua extranjera.

En la escuela, el panorama no solo es desolador en cuanto al conocimiento sino que afecta a la equidad educativa y eterniza las diferencias entre los alumnos, una zanja que cada día es más notable. Solo aquellos que tienen la posibilidad de ampliar sus estudios fuera del recinto escolar están en condiciones de acceder a una lengua que será capital para su futuro. Se llevan a cabo iniciativas loables, como el proyecto de impartir materias no lingüísticas en inglés, o como la aparición de nuevas generaciones de maestros en disposición de incorporarlo en la educación, pero lo cierto es que todavía estamos en pañales. Conviene revertir las cifras a base de una política efectiva, duradera, constante y fundamentada, que vaya más allá del mínimo conocimiento elemental que hoy se ofrece.